La población se encuentra acorralada, asediada por el infortunio de la inseguridad que con intrepidez y sevicia se ensaña y resiente su sentimiento defensivo, expuesta a perder la vida y los bienes. Ningún sitio o calle son adecuados a la tranquilidad, y la restricción de respuesta se vulnera al declararse que las armas, aún con licencia de porte, están prohibidas en manos de civiles que para el caso caen en igual comparación con los delincuentes. La situación trae angustia y el pensamiento de una batalla en la que los ganadores son los que arbitran el mal, llevan a la gente a cuadros de paranoia y de aislamiento social que cobijan a ricos, pobres, trabajadores o desempleados. No hay lugar que sea del todo protectivo, hasta las iglesias caen como el caso sucedido en Pereira donde hubo un atraco para llevarse las limosnas que se recogían en plena misa; ni que hablar de elegantes restaurantes o de humildes asaderos de arepas. Estas conductas acaban con la serenidad ya que los victimarios, llenos de agresividad, trasmiten incertidumbre, humillación, desprotección total y por eso alientan visos de xenofobia y daños que golpean la economía en su dimensión macro como el turismo, la locomoción, la inversión, la reactivación; los servicios públicos (robo de alambradas eléctricas, desmantelamientos de placas y enseres metálicos en el mobiliario público, estructuras y cementerios). Demandar, a sabiendas de su complejidad, amparo en razón de suministrar garantías el Estado, es una acción insoslayable en el uso exclusivo de la fuerza, la administración de justicia y la doctrina ofensiva sin miramientos para combatir estos efectos de perturbación y restablecer la institucionalidad alrededor de la colectividad. La teoría de la seguridad es la misma del Estado y por ello, en beneficio de la comunidad, es inexorable su proceder legal para evitar el puente roto por el cual escapan los criminales que golpean, matan e inhabilitan a los indefensos ciudadanos que reclaman furibundos por las autoridades, especialmente los operadores de la Justicia, que más bien garantizan el libre albedrío de los malevos y no de los afectados, además de la intencionalidad de la cachiporra, el puñal y la bala, lo que ocasiona, a veces, actos de castigo por propia mano, aspectos que no son aconsejables de ningún modo; pero lo dice bien el editorial de El Diario (30/01/22): “Buena parte de la inseguridad que viven nuestras ciudades se ha debido a la laxitud de la ley y a la falta de normas claras que permitan proteger a la sociedad de los delincuentes”. Frente a este clamor incesante, el presidente Duque sancionó la Ley de Seguridad Ciudadana que modifica el Código Penal y otras disposiciones, aumentando las penas, dando medios casuísticos y determinantes a la función de los jueces, de tal manera que en preventiva intención apliquen la normatividaden el sentido de no dejar sueltos a los reincidentes que siempre se burlan de la ley por lo permisiva y se ríen pensando en la proximidad de su siguiente delinquir. Afuer de la promulgación del nuevo ordenamiento, muchos judiciales la desconocen al seguir otorgando libertad a actores del mal, pretextando “no ser peligrosos para la sociedad”.
Sin embargo, a la ley predicha le faltan muletas, es decir, existe la imperiosa necesidad de instrumentarla para que pueda en la realidad llevarse a cabo su contenido, siendo el principal complemento la instauración de centros suficientes de reclusión paraalbergar a la alta cantidad de delincuentes, establecimientos que deben contar con espacios adecuados, higiénicos y bien dotados para evitar hacinamientos, pues, los detenidos son titulares también de derechos humanos y lo que se busca es un confinamiento que, purgada su sanción, puedan resocializarse.
En otra entrega se hará referencia a los aumentos de violencia desatados por organizaciones de agentes generadores del narcotráfico que ensombrecen territorios promisorios, conflictos no protestados internacionalmente por voceros traslúcidos de la invisible pero dañina revolución molecular dispersa.