Por: JOHN HAROLD GIRALDO HERRERA
El dilema sigue siendo caer en la trampa del sistema. Entre figurar en una de las golosinas visuales y ser parte del entramado (mínimo, calculado sólo para unos) de personas reconocidas, se encuentra gravitando una buena parte del sentir juvenil. Oímos -tanto que estragan-, a quienes hoy son una cara de los líderes de opinión y se convierten además en los adalides y artífices modelos, que el estudio y el conocimiento no son la mejor forma de emprendimiento; la condena cierra a creer, que lo mejor es coger una cámara, abrir una cuenta en algún espacio virtual y dejar de pedalear en la intricada zona de la formación. Quizás sea cierto que nos preguntemos menos por quiénes somos, y lo hagamos más por qué deseamos obtener. Y que incluso la pregunta de para dónde vamos y qué seremos, sea reemplazada, por dónde estoy hoy qué haré ahora más tarde, dado que la ideología neoliberal enseña sólo el ahora como la máxima preocupación a la que se le pueda conceder lugar y espacio. Ser influencer te rescata de la pobreza y no es como la proeza de escalar siendo boxeador, futbolista o ciclista.
La cuestión radica en conquistar likes, ir subiendo en la afamada escala de seguidores y ser reproducido, no al modo de la propuesta del pop art, sino como en un afán de ventilación de un yo que no encuentra modos de satisfacción concretos y humanos, sino, en realizaciones banales y sin mucha trascendencia. La pandemia ha enclaustrado y por consiguiente ha generado un consumo desaforado de redes sociales y de las actividades en la red, que entre otras propició en forjar una generación con más dispersión y menos capacidad de atención. Quienes han logrado sacudir sus cobijas y las telarañas de las redes, muestran su lado vehemente y resistente, como también creador y propositivo. Cuando la juventud se empodera, -seguro a eso le temen y es menester mantenerla sumisa-, no hay quien la detenga, ni pueda contener su potencial. Hoy cada quien va decidiendo cuántas horas se esclaviza o se mete en la cárcel, y va dejando suelto o apretados los grilletes, de hecho, lucen muchas veces renovados, pero en fin, son cadenas de sometimiento. Y no son los aparatos, sino el uso y el abuso que se hace de ellos.
Aprender más de costos que de valores, parece una norma. Medir a los otros por precios, adquisiciones y ese particular monto de seguidores, like y demás aspectos de la transición hacia un mundo encapsulado, a una sociedad paliativa. Es curioso, pero en los diálogos con jóvenes ellos se aterran que antes no hubiera gps y que la osadía fuera poner el dedo para llegar a cualquier lugar. Salir, y experimentar fueron conquistas de acabar con otros ostracismos. Se prefiere quedar en casa y “navegar” en la red, “explorar” la información y ese mundillo artificioso. Parece que untarse de barro, salir carretera arriba o abajo sean apenas menciones. Porque lo cierto es que se va menos a la realidad y la opción cómoda de las cavernas que se han forjado en piezas, cuartos, o donde habitan, se hacen recurrentes.
La pandemia mostró que por medio de un clic y a través de una app, se escala. Otra cosa es ir a los riscos, cascadas, montañas e inusitados paisajes que nos circundan. El extrañamiento y la separación es por no poder recibir alguna notificación y no por acumular sellos en los pasaportes o marcas en la piel producto de contactos directos con la tierra. Los profesores y madres y padres se enfrentan a una tensión fuerte: compiten con la programación de los portales, los contenidos de los influencer, porque esa es la fuente que quieren los jóvenes beber. No se confundan, los jóvenes comprendieron ese misterioso pero efectivo hecho que nos constituye: la cercanía, el compartir y departir los unos con los otros, estar en permanente contacto y re-construirnos de manera que el fuego de la compañía nos haga crecer y avivar. Invitar a usar el azadón y tomar las riendas para que no sea lo digital lo apremiante, sino el mundo concreto, es una de las invitaciones por promover. Muchos estudiantes han desertado, seguro es la causa principal sea la situación de inequidad del país. Adicional ha ganado terreno el asunto de la salud mental, porque una carnicería desenfrenada cunde en nuestros días: es la necesidad de la apariencia, y el bullyng contra la diferencia o lo que no logra encajar, arrecia. La educación insípida de lo virtual, ha hecho indispensable retornar a las aulas. De modo que antes era una burla en medio de salones y lugares del barrio, hoy se hace en ese exhibicionismo a modo de murales que no tienen fronteras y logran cercenar la emotividad de quienes son expuestos.
Muchos se esfuerzan y gastan sus neuronas y al tiempo su tejido como especie humana. Está comprobado que la exposición a consumir entornos virtuales fatiga, y crea unas dependencias, y al tiempo genera unas ansiedades, es muy factible caer en la adicción. Trastorna tanto el tiempo, como la disposición con el propio yo y una articulación a lo comunitario. En otras palabras, es una manera de máxima individualización. Por tanto, el eslabón va mostrando que los influencers, son una ilusión: el sistema deja colar uno que otro, pero hacerse un espacio y nombre en las redes no depende tanto de la capacidad individual o el supuesto de ostentar un talento, sino en los principios del mercado, que pone a disposición de la multitud unos cuantos.
La trampa nos obliga repensarnos y a vincularnos desde la cercanía, porque la cuestión de ser influencers socava nuestras relaciones primarias. Antes los mercaderes rompieron un modelo de producción, los influencer son una muestra de lo que el capitalismo sin control produce. La cuestión del ser puede encontrarse más que una ventana abierta o en uno de los dispositivos móviles, en construirnos de modo comunitario.