Felipe Nauffal
Algunas palabras de nuestro idioma me enamoran por sí solas. Tienen en sí mismas un hondo contenido poético. Una de ellas es, “Efímero (a)”: Aquello que dura poco tiempo o es pasajero, según se sabe.
Efímero es el día y también la noche; efímera la esperanza y a veces la fe; efímera es la fama; efímera la alegría y efímero el placer. En fin, efímera es la vida que con el tiempo se va, en un abrir y cerrar de ojos, para no volver.
Esta semana leí, en una de las efemérides, – palabra pariente-, que con estoica disciplina copio a diario en mi muro de Facebook, que el 14 de abril se conmemoró un aniversario más del magnicidio (1865) de Abraham Lincoln, el decimosexto presidente de los Estados Unidos, quien fuera baleado y muerto por parte de un sectario, mientras asistía con su esposa a ver una comedia musical que se ofrecía, en el teatro Ford de Washington.
De inmediato vino a mi memoria, – en mi condición de sempiterno admirador de Lincoln -, un pasaje que leí en una biografía de Walt Whitman, escrita por Luis Franco (argentino) en la cual se dedica un capítulo entero de la obra, al análisis de la amistad y la admiración profunda que se profesaban estos dos gigantes de la historia de la gran nación del norte.
Para Whitman, Lincoln era el arquetipo del político ideal y por su grandeza de alma, el que mejor se ganaba el puesto de permanecer en la memoria de sus compatriotas, sin excluir a George Washington. Por eso se prometió, una vez ocurrido el trágico suceso de su asesinato, conmemorar todos los años, la partida de su ídolo y así lo hizo siempre hasta una fecha muy cercana a su propio viaje final.
Se dice en la susodicha biografía que, reunía en la indicada fecha a sus amigos y después del correspondiente homenaje, al ex -leñador de Kentucky, -como solían decirle al expresidente – alzaba su copa y brindaba ante su retrato colgado en la pared, con esta breve frase, “ bebo por vos” .
Es preciso recordar aquí que Whitman dedicó uno de sus inmortales poemas a quien supo elevarse desde su condición de hijo de humildes campesinos a la más grande dignidad que cualquier nación le puede otorgar a uno de los suyos, la de encargarlo de regir sus destinos. Ese poema, pronunciado en las exequias de su amigo, es aquel que termina con este recordado y recurrido verso: “¡oh Capitán! ¡Mi Capitán! tu proceloso viaje ha terminado “.
Solo dos eventos históricos bastan para justificar la inmortalidad de Lincoln en la memoria de sus conciudadanos y en la de todos aquellos que como bandera hondeamos, la de la libertad. Fue el Presidente que abolió la esclavitud en Estados Unidos y aquel a quien le tocó lidiar la subsecuente guerra civil, llamada de secesión, saliendo de la misma erigido como el héroe máximo de esa doliente página de la historia norteamericana.
Una última anotación. En el solio de Washington y de Lincoln se sienta hoy un ciudadano de cuyo nombre no quiero acordarme. Solo sé que dizque es multimillonario y considera que nada es más importante en la vida que ser rico. El antecedente de vida pública más notorio que tuvo antes de ocupar la presidencia de la nación más importante del mundo, según muchos, fue haber sido conductor de un reality de televisión llamado “El Aprendiz”. Por eso allá están como están, en días tan difíciles como los que ahora vive la humanidad entera.
Con esta modesta nota espero haber contribuido en pequeña dimensión a conmemorar la fecha Lincolniana de manera menos efímera, como siempre lo quiso, el gran Walt Whitman.