Este artículo hace parte de una trilogía que analiza el nombre como punto de partida de la construcción de identidad de las personas, el espacio como elemento que la viabiliza, el control del territorio como una fantasía y el tiempo como determinante de la finitud de ese control.
Los seres humanos somos navegantes de un espacio real donde creemos ejercer el control territorial, uno virtual donde se ejerce un control tecnológico, un tiempo cuya medición hemos creado para sincronizar acontecimientos cuando la humanidad comprendió que existía una ciclicidad en la vida, la cual se podría reconocer, prever y hasta controlar e incluso modificar.
Nos percibimos en las dimensiones alto, ancho y largo, explicando nuestra existencia desde su materialidad en el mundo de los objetos, como únicos, pero a la vez definibles. Esta presencia ahora se ha extendido al mundo de la virtualidad, un mundo que cada vez se parece más al real en cuanto logra representar casi cualquier entorno e individuo desde su estructura y función a través de ambientes virtuales y avatar que son exclusivos de la humanidad.
Al mismo tiempo, se nos ha asignado un nombre que es la palabra clave, el icono de acceso que nos representa en el mundo del lenguaje, ese nombre pensado por nuestros antecesores como un regalo que define nuestra identidad, la llave que abrirá y cerrará puertas en la sociedad y que comunica el mundo del lenguaje con el mundo de los objetos. nació desde el imaginario materno o paterno sobre lo que era importante para ellos, un personaje representativo, una deidad o un santo cuyos valores fueron admirados y cuyo destino se quería para el nuevo ser, allí inició la construcción de una visión desde un ser que poco a poco ganará autonomía y que desde antes de nacer ya tiene un lugar en el lenguaje, en el espacio real y en el virtual, en el tiempo y por tanto en la historia y en la proyección del universo.
Los faraones egipcios tomaban cinco nombres cuando asumían el trono, los Papas Católicos escogen un nombre que los representa y recuerda una figura santa. Por su parte, los artistas asumen nombres sonoros que lucen a lo largo de sus carreras, si bien los nombres de los faraones se inmortalizaban al escribirlos en sus monumentales construcciones, los de los líderes espirituales en sus acciones frente a sus feligreses y los de los artistas en sus obras de arte, así mismo, nuestros nombres se inmortalizan en las obras que como humanos desarrollamos aprovechando cada uno de nuestros talentos.
En ello aportan nuestras decisiones, lo que hacemos por los demás y lo que hacemos por nosotros mismos. Si nuestra obra tiene el amor espiritual y la fuerza suficiente, no hay que temer al error porque seguramente este ocupará pocos e irrelevantes espacios en nuestras vidas y nuestra impronta estará en cada tarea que asumimos.
Tal vez pueda ser inmortalizado por el impacto de sus acciones. Aunque muchos tengan el mismo nombre, los acontecimientos que rodearon esa vida habrán de construir el camino que trasciende los tiempos desde el pasado hasta el futuro. Es así como todo nombre tiene un significado y define una historia. ¿te has preguntado cuál es el significado de tú nombre? ¿Qué valor has agregado a la construcción y reconstrucción de ese significado a lo largo de tu vida? ¿Cuál significado quieres escribir en la historia de tú nombre?. A partir de esta reflexión tenemos la oportunidad de recrear nuestro propósito, ya no con un punto de partida y un punto fijo de llegada, sino como un camino que adhiere a su estructura y función partes de la reacción de su ser con lo que se encuentra a su paso.
En el próximo artículo hablaremos del espacio como potenciador de la identidad.
Agradecimiento especial al Ingeniero Juan Pablo Trujillo por su revisión.