A la entrada superior al teatro de la Cámara de Comercio de Pereira, hay instalada una máquina de proyección de cine, de adorno, como una pieza de museo, silenciosa y majestuosa.
Su cuerpo metálico, una vez vibrante de vida, ahora parece un vestigio de un pasado glorioso, relegado al olvido por los nuevos tiempos.
Este aparato, que en sus años dorados trajo mundos lejanos y sueños imposibles a tantas personas, hoy yace como un testigo mudo del inexorable paso del tiempo.
La luz que antaño emergía de ella iluminaba más que la pantalla; encendía la imaginación y los corazones de aquellos que se sentaban en la penumbra del cine, esperando ser transportados a otros mundos.
Cada fotograma proyectado no solo era una imagen en movimiento, sino momentos de aventura, romance y misterio.
«¡Cuánto cine nos dio y hoy es una pieza de museo!», susurra el viento en los pasillos del lugar.
Los niños, los adolescentes y muchos adultos ya no saben para qué servía ese aparato.
Es más, la miran, no la ven y pasan de largo, sumidos en la indiferencia y la ingratitud.
En sus ojos, acostumbrados a las pantallas táctiles y a la inmediatez digital, no hay espacio para la maravilla que esta máquina solía invocar.
Pero para aquellos que recuerdan, para los que aún pueden rememorar el suave zumbido de su motor y el delicado tintineo del carrete al girar, esta máquina es más que un simple artefacto.
Es un puente hacia una época donde el cine era una experiencia compartida, donde cada película era un acontecimiento que se vivía en comunidad, en la oscuridad de una sala, envueltos por el aroma a palomitas de maíz, Galato Pati, maní, chitos papita frita y el murmullo expectante del público.
Cuántos novios tuvieron como cómplice a la máquina, para sus primeros besos en la oscuridad de la sala del Karká, el Consota, el Caldas, Pereira, Nápoles y el Capri.
La máquina, en su inmovilidad, guarda historias de lo que vio desde de su cuarto oscuro donde estaba instalada,
Sus botones, sus engranajes, cada parte de su estructura guarda memorias de risas, lágrimas, emociones, romances, gritos y aplausos.
Aunque ya no proyecta películas, sigue proyectando recuerdos en la mente de quienes aún pueden apreciarla.
Es un símbolo de un tiempo que, aunque pasado, sigue vivo en el corazón de aquellos que se dejaron encantar por su magia.
La vieja máquina de proyección no está sola.
Aunque los ojos modernos puedan ignorarla, en su presencia reside la esencia misma del cine: la capacidad de capturar y compartir la belleza efímera de la vida a través de la luz y la sombra.
Y en ese rincón, silenciosamente, sigue siendo una guardiana de sueños, esperando a que alguien, alguna vez, vuelva a verla como lo que realmente es: un milagro mecánico que dio vida a los sueños de toda una generación, mi generación. Se cortaba la cinta y todos gritaban, “hey suelte el pollo». A buenos entendedores, pocas palabras.
Javier Ríos Gómez
Bella reminiscencia, equipos que nos dieron muchas alegrías, nos llevaron por la historia, el amor, todo.
Buena reflexión de un dispositivo que tuvo su belleza y utilidad potente, como bien lo describes y, que hoy pasa a tener la importancia que el tiempo le da. Su exhibición en un espacio contiguo donde fue protagonista, permite conectar con el pasado. Hoy solo es una pieza de museo. Que bueno que esa importancia se reflejara en una restauración, para que en su momento se hicieran proyecciones a las nuevas generaciones, para dimensionar la importancia de la tecnología al servicio del séptimo arte.
Muy bien. Recordé una rima de Becker. Cuántas veces el genio así duerme en el fondo del alma y una voz como Lázaro espera que le diga.. Levántate y anda.