Por JAMES CIFUENTES MALDONADO
Mi memoria me dice que se llamaba Joaquín Ramírez, posiblemente me equivoque, hace ya tanto tiempo que sucedió. Con otros chicos por allá, entre 1985 y 1988, y con Joaquín, hicimos parte del proceso de Escuelas de Ciclismo, que es el hecho más grato y más importante por el que recuerdo al señor Miguel Ángel Bermúdez, sobresaliente dirigente deportivo boyacense que puso al deporte de las bielas en el lugar que hoy tiene; de hecho, la Escuela de Pereira llevaba su nombre.
Pero bueno, me desvié, porque al final ni Joaquín Ramírez ni yo llegamos a ningún lado montando bicicleta; en mi caso porque a mis 19 años el técnico Ernesto «el loco Bermúdez» me dijo que ya estaba muy viejo para hacer carrera y no contó conmigo en los planes de la Liga de Ciclismo de Risaralda; quizás John Jairo Velázquez se acuerde más de los detalles y me ayude con más anécdotas, John Jairo, era como nuestro Miguel Ángel, pero definitivamente con menos líos.
En el caso de Joaquín, que tenía tremenda pinta y montaba muy bonito, con gran técnica, no pudo desarrollar su potencial, porque un accidente se lo impidió; un día cuya fecha no tengo presente, en hechos no detallados, me dijeron que Joaquín había dejado de ser, que había encontrado, no la gloria que soñaba, sino la muerte entre las llantas de una tractomula, en algún lugar entre la Virginia y Viterbo. Tengo que confesarles que en este punto de mi relato he debido dejar a un lado el teclado del computador, porque me he congestionado y desde mi pecho ha brotado un llanto inusitado que no he sido capaz de liberar del todo, pero se alcanzaron a inundar mis ojos; me parece absurdo que esté llorando por alguien que murió hace más de 30 años y al que no alcancé a conocer, pero así son las emociones.
A pesar de tanto tiempo, de Joaquín jamás me olvidé, aun me parece estarlo viendo en la baranda frente a la gradería principal del velódromo Alfonso Hurtado Sarria, porque para los que no lo saben o no lo tienen presente, en Pereira tenemos un gran escenario deportivo, que no hemos sabido aprovechar; en esa pista de 333 metros rodé durante 9 años de mi vida, la mayoría de veces solo; otras veces compartí la inmensidad del velódromo con personas como Julián López Vélez, un ser maravilloso que también se fue antes de tiempo y quien fue mi primera referencia de destino profesional y me dio las primeras luces para hacerme abogado, cuando la bicicleta ya no se me dio; también pude alternar con todo ese combo de pisteros criados por el Profe Mario Múnera.
El sábado pasado, renegué de la Virgen del Carmen porque, por su culpa, por el desfile que le hicieron los camioneros en Zipaquirá, casi pierdo mi vuelo de regreso a casa; lejos estaba yo de imaginar que, al día siguiente, por esos mismos lares, volvería a suceder, que otra joven promesa del ciclismo colombiano, Julián Gómez, muriera arrollado por un camión; ¿Quién tuvo la culpa? ¿Fue imprudencia de Julián? el primer admirador de Egan Bernal, o ¿fue intolerancia del camionero?; ya no importa. Joaquín y Julián ya no están, sólo nos queda un inmenso vacío, para que reflexionemos qué clase de personas somos en la carretera.
Que la Virgen del Carmen los cubra con su manto, … a Joaquín y a Julián.
Tantos ciclistas que han perdido la vida en la carretera, o que como Jorge Wilson Cifuentes su accidente le condujo a la muerte meses después. Nuestro carro es un arma que debemos saber llevar.