Christian Ocampo Fernández
La compleja situación que vive el mundo por cuenta del Covid – 19, una enfermedad infecciosa causada por un nuevo virus que según la Organización Mundial de la Salud no había sido detectada en humanos hasta la fecha, se ha convertido en la oportunidad para que a nivel mundial la sociedad se encuentre reclamando a sus respectivos gobiernos las garantías necesarias para continuar con la cotidianidad, a pesar del confinamiento al que estamos obligados por cuenta del riesgo en que se ha convertido salir a la calle, tomar el transporte público e incluso saludar a los seres más cercanos.
Y es que en menos de dos meses las autoridades de salud a nivel mundial han pedido el aislamiento social y colectivo como única medida eficaz para prevenir la muerte de más personas contagiadas en medio de esta terrible pandemia, que ya alcanza cerca de 700 mil enfermos y supera los 30.000 decesos.
Pero detrás de esta situación, en medio de la nueva cotidianidad a la que apenas nos estamos acostumbrados aparece “la red” – conocida más popularmente con su nombre en inglés: “Internet” – como aquel conjunto descentralizado de redes de comunicación interconectadas que hoy conectan más de la tercera parte de la población mundial, según cifras del Internet World Stats reveladas para el año 2015.
La nueva lógica del confinamiento le ha dado valor agregado al uso de internet en estos tiempos de crisis; empresas, multinacionales, el sector financiero, educativo, la industria del entretenimiento, los gobiernos y la humanidad misma, se han visto obligadas a acudir a este medio para poder llevar a cabo sus fines y hacer del aislamiento social algo más llevadero y menos catastrófico para aspectos tan sensibles como las relaciones sociales, económicas y de poder a las que la era contemporánea nos tiene acostumbrados.
La necesidad de comunicación e interacción le dio relevancia entonces a la era digital, la única que en estos tiempos de crisis permite seguir recorriendo el mundo a tan sólo un click de distancia, sin importar el cierre de fronteras, aeropuertos o Incluso el cierre de las ciudades mismas que deciden entrar en completo aislamiento.
La gestión de los gobiernos al rededor del planeta ha sido variada, cada uno enmarcado en su idiosincrasia, en sus hábitos culturales, en su dependencia al movimiento de la economía, a los recursos mismos de que dispone. En fin, unas muy acertadas y otras demoradas, con tal de frenar este feroz virus que en algunos países mata hasta 1.000 personas en un día.
Y es allí donde “internet” se convirtió en el aliado número uno de la población mundial, donde al igual que la energía o el agua, cualquier joven o adulto puede necesitar de ella para poder sentir que hace parte de esta era globalizada y ciberconectada. No en vano, muchas de las tareas que hacemos los humanos ya venían siendo absorbidas por las máquinas o como les llamamos popularmente, las computadoras, cada día más avanzadas y más adaptadas a la forma de actuar de las personas.
Ejemplo de ello es la gran cantidad de empleos que se han perdido en los últimos 50 años. Tan solo basta con remontarse a lo que ha sucedido en el mundo luego de 1968 cuando se originó el primer computador de la era moderna cuyo prototipo fue presentado por Douglas Engelbart y que incluía ratón o puntero, y una interfaz gráfica de usuario, cambiando para siempre el modo en que los sistemas computarizados interactuarían con los usuarios para darse cuenta que ya los bancos no necesitan grandes edificios en cada ciudad del mundo para tener sus sedes, los servicios ya son casi todos electrónicos y los empleos se han venido sustituyendo por ordenadores que expiden certificados o adelantan trámites. Lo mismo ha ocurrido con la educación, a la falta de nuevas generaciones que traigan nuevas vidas al mundo, se suma que ya las clases pueden ser virtuales, a las matrículas o los grados se pueden acceder de manera remota y con la certeza de garantizar la misma calidad en los cursos impartidos.
Los estados a través de sus gobiernos, en los últimos 20 años, han venido generando políticas enfocadas en las Tecnologías de la Información y la Comunicación, su llegada e importancia se ha visto reflejado en los mismos ordenamientos jurídicos, no solo por el impulso del Ejecutivo que ha creado Secretarías o Ministerios con este enfoque en sus respectivas burocracias, tal y como sucede en Colombia, sino que también desde el legislativo se ha acompañado esta gestión con leyes como la “anti-trámites”, las cuales hacen más ágil la prestación de sus servicios, pero a su vez, presidiendo de muchos empleos.
La lista pudiera seguir y ampliarse pero es nuestra intención evidenciar cómo, aún en el aislamiento colectivo, las conectividad nos tiene apegados a ella. Teletrabajo, educación virtual, Telemedicina, Comercio electrónico, vida social, entre muchos otros usos, son la mejor demostración de que así estemos confinados, el mundo no se detendrá para nosotros siempre que estemos conectados a esa red.
Y de ahí es donde nace la necesidad de reflexionar sobre la viabilidad de que pueda surgir a la vida jurídica un derecho, quizás elevado a la categoría de fundamental, que nos permita seguir conectados 24 horas al día, siete días a la semana.
Se bien que muchos profesionales del derecho y expertos en materia constitucional, creerán que no es necesario elevarlo a tan altas dignidades ya que para ello se deben cumplir una serie de requisitos, varios de ellos consignados incluso en la sentencia de la Corte Constitucional T-002 de 1992 cuando, en su momento, se cuestionó si la Educación era o no derecho fundamental. Aunque resulte descabellado, para sustentar mi opinión, veo necesario traer a la discusión la idea promovida por corrientes del liberalismo social que se enmarcan en el “ámbito de acción del individuo” y que apela a que no sólo las libertades hacen parte de los hechos que resultan fundamentales para el hombre sino también aquellos derechos que regulan sus necesidades económicas y sociales. Dicho de otra manera, estamos ante una necesidad de que el Estado de manera positiva le garantice a la población su derecho a permanecer “conectados a la red”.
La situación que hoy vivimos ubica a los ciudadanos en una posición extrema, no deben salir, no pueden tener su vida cotidiana, están aferrados a la esperanza de que algún científico – por fin valorados – pueda alcanzar el antídoto para el poderoso virus. Mientras tanto, la red sigue acaparando las tareas diarias, hay que madrugar a sentarse frente al ordenador, hay que seguir enviando los correos masivos, las fotos, los chats, las video- llamadas se multiplican. Hablamos de congestión de las redes como si fueran vehículos en medio de las calles de las más grandes ciudades del mundo.
O quizás para algunos sea suficiente que en principio internet sea considerado como parte de un servicio público domiciliario, de hecho puede verse que en la actualidad éste es prestado con otros servicios adicionales, antes muy necesarios para el hombre y hoy relegados a un segundo o último plano como le ocurre a las líneas de teléfono fijas o a la televisión que se niega a desaparecer y busca en el Streaming, otra modalidad online donde los contenidos pueden perdurar en el tiempo y ser reproducido en el momento que el usuario estime conveniente.
¿Amanecer desconectado?, Imposible. Hoy quien no está en línea está en desventaja frente al mundo globalizado. En ese sentido, los países en otra época llamados subdesarrollados, tienen un reto más complejo, de allí las dificultades para conseguir que mucha población aún se quede en sus casas. Todo eso y muchos ejemplos más pudieran mencionarse con el único pretexto de abrir una sana discusión en torno a la llegada de este nuevo derecho fundamental, innominado hasta ahora para muchos ordenamientos jurídicos en el mundo pero que, haciendo un símil con las certeras palabras del Papa Francisco, “la internet” es quizás la misma barca en la cual nos encontramos todos y por la cual, aparte de la fe, aún no hemos naufragado.