En estos días, en que la contienda por la presidencia de la república en Colombia se encuentra en su punto más álgido, el discurso público se ha ido cargando de un tono cada vez más agresivo. En los escenarios políticos, en los debates televisados y en las redes sociales, las palabras parecen haber dejado de ser instrumentos para construir acuerdos y se han convertido en armas. Se busca no tanto convencer al otro, sino destruirlo; no tanto exponer ideas propias, sino aniquilarlo. Este fenómeno, que podríamos llamar el discurso de la aniquilación del otro tiene profundas implicaciones psicológicas y sociales que vale la pena analizar. El insulto y el ataque personal han reemplazado al argumento. Los candidatos que más éxito parecen tener son aquellos que expresan con dureza su desprecio por sus contrincantes, los que “hablan fuerte” y prometen “mano dura” contra todo aquel que no piense igual o que pertenezca a un grupo considerado enemigo. En algunos sectores de la población se ha consolidado la idea de que la paz no se logra dialogando, sino “repartiendo bala hasta exterminar” a quienes amenazan el orden. Este tipo de narrativa no solo divide a la sociedad, sino que refuerza el miedo, la desconfianza y el deseo de venganza.
Desde la Psicología sabemos que el odio tiene un efecto narcotizante: genera una ilusión de poder y cohesión entre quienes lo comparten. El “nosotros contra ellos” da sentido a muchas frustraciones acumuladas. Pero al mismo tiempo, deshumaniza al otro, lo convierte en un enemigo absoluto. Y cuando el otro deja de ser una persona y se convierte en un obstáculo que hay que eliminar, se abre la puerta a la violencia sin límites. Este mecanismo psicológico ha estado presente en todas las guerras, en los conflictos armados y en las persecuciones políticas y étnicas a lo largo de la historia. En Colombia lo hemos vivido en carne propia. Desde 1964, el país ha visto surgir y transformarse diversos grupos armados que, alimentados por ideologías opuestas, pero igualmente cerradas, han dejado un saldo de más de 262.000 muertos y 7.7 millones de desplazados. Cada intento de aniquilar al otro ha generado su respuesta, y esa respuesta, a su vez, una nueva ola de dolor. La violencia se ha transmitido de generación en generación como una herencia amarga. Los hijos de las víctimas y de los victimarios cargan con resentimientos y temores que se reactivan cada vez que alguien pronuncia un discurso de odio o promueve la eliminación del contrario.
Romper este ciclo exige una comprensión distinta de la fuerza. El diálogo no es debilidad, ni significa renunciar a la autoridad del Estado. Significa reconocer que la paz no se impone, se construye. Ningún país puede sanar mientras siga alimentando la idea de que el adversario político debe ser exterminado. Sanar implica escuchar, y escuchar exige un mínimo de respeto por la existencia del otro. Si aspiramos a un país que no repita su tragedia, debemos empezar por cambiar el tono de nuestra conversación colectiva. Solo así podremos abrir el espacio para un entendimiento que, sin ser perfecto, nos permita reconocernos nuevamente como compatriotas y no como enemigos.
Uriel Escobar Barrios, M.D.



Buen día Don Uriel. Gran escrito.
La ciudadanía está en el deber de exigir a los candidatos que cambien esta payasada verbal por un discurso constructivo cargado de propuestas serias, viables y alentadoras para la ciudadanía en su gobierno si son ganadores y nuestros futuros mandatarios.
Hay que parar con este tipo de prácticas desgastantes para todos , siendo un mal ejemplo para las futuras generaciones y de manera frontal se cambia el debate por charlatanería y chisme.
Entre líneas se da a entender que realmente no tienen ideas para gobernar este nación tan compleja .
Feliz día.