El bono demográfico es la herramienta que los gobiernos estatistas utilizan para justificar el endeudamiento con organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI). En este modelo, las generaciones futuras son hipotecadas para sostener un aparato estatal que consume cerca del 40% del PIB en Colombia. Cada ciudadano nace con una deuda aproximada de 34 millones de pesos, un pasivo que no eligió y que deberá cargar a lo largo de su vida.
Originalmente, el endeudamiento estatal se planteaba como una solución para financiar el gasto público esencial. Sin embargo, este gasto hoy es desmedido e insostenible, agravado por la disminución de la natalidad. Con menos nacimientos, cada persona en edad productiva enfrenta una carga fiscal insoportable, traducida en aumentos constantes de impuestos. Esto perpetúa un ciclo en el que menos personas deben sostener un Estado cada vez más grande y más caro.
El problema radica en cómo el Estado ve a sus ciudadanos: no como individuos libres, sino como recursos económicos. Las políticas estatales tratan a las personas como ganado, entrenándolas y utilizándolas para mantener su maquinaria. Este enfoque deshumanizante borra la dignidad y la libertad de los ciudadanos, convirtiéndolos en herramientas para pagar las deudas estatales.
La trampa ideológica es evidente. Los ciudadanos, en muchos casos, justifican este grillete sin ser conscientes de su verdadera naturaleza: una forma moderna de esclavitud. Tal como en la época de la esclavitud se planteaba el dilema de quién trabajaría si los esclavos fueran liberados, hoy se utiliza un razonamiento similar para perpetuar la dependencia estatal.
Las metáforas como «el país es una familia» o «el país es una empresa» refuerzan esta lógica. Cuando se dice que el país es una familia, el gobernante se asume como un padre o madre que decide lo mejor para sus “hijos”, los ciudadanos. Decir que el país es una empresa transforma al gobernante en un jefe que ordena y administra, mientras las personas quedan relegadas al rol de empleados obedientes. Estas ideas no solo son falsas, sino peligrosas, porque otorgan al Estado un poder que no le corresponde.
Mientras tanto, la realidad avanza con consecuencias inevitables. La deuda crece, pero la natalidad disminuye. Con menos personas productivas en el futuro, será aún más difícil cubrir los compromisos asumidos. Esto crea un círculo vicioso: menos nacimientos, más deuda, más control estatal; esta ecuación es una bomba molotov. Y detrás de esto hay una agenda global que promueve la reducción de la natalidad, dejando a las sociedades atrapadas en un sistema insostenible.
No debemos aceptar esta dinámica. La deuda estatal no es nuestra responsabilidad, y el gobierno no tiene derecho a tratarnos como recursos. No somos ganado, no somos herramientas y no somos propiedad del Estado. Es hora de reflexionar: ¿será que estamos domesticados o domados?
Se puede ignorar la realidad, pero no se pueden ignorar las consecuencias.