Corría la década del 80 y una avalancha de artistas internacionales, baladistas principalmente, visitaban Colombia con bastante frecuencia. Paloma San Basilio, Rocío Durcal y Rafael, entre otros, realizaban independientemente sus giras por teatros y hoteles repletos de seguidores, dispuestos a pagar considerables sumas de dinero, con tal de ver a su ídolo interpretar las icónicas melodías románticas que la radio y la televisión se habían encargado de ranquear. Para entonces yo era bastante joven y junto a mi madre, las madres de mis amigos y mis amigos, presenciaba aquel despliegue artístico y de luces en el que sus afinadas y potentes voces opacaban cualquier vestigio de tecnología actual. Sus registros no requerían de los arreglos ni masterizaciones que muchos de los cantantes contemporáneos necesitan, quienes en concierto no suenan ni parecido a sus canciones. Sin efectos distintos a los que la madre naturaleza les confiriera, su trinar retumbaba en escenarios atiborrados de mesas redondas con manteles blancos donde la curiosidad se sentaba junto al whiskey, acentuando en sus fans el grado de pasión que el ídolo provocaba.
El Hotel Meliá de Pereira anunció la presentación de Rafael, El Monstruo de la Canción, tan famoso por su potente voz como por sus extravagancias escénicas – de ojo desbordado y finos ademanes – los cuales enloquecían a su público. Largas filas de hombres y mujeres luciendo sus mejores galas eran la antesala de la llegada de El Ruiseñor de Linares. Una vez encendidas las luces de la tarima, anunciando la aparición del divo español, algunos de los clientes no concluían de asegurar su pedido: Licor y música era para ellos el coctel que aseguraría la calidad del espectáculo en vivo. Llegó la hora y como un león hambriento que ferozmente salta sobre su presa, el cantante linarense salió al proscenio dispuesto a devorar a un público sediento de las notas y estribillos de sus más apetecidas canciones. En el escenario una luz azul acompañaba la emblemática figura que en actitud felina, sigilosa observaba al enmudecido público. Con extrema sutileza, Rafael se inclinó ante su auditorio dispuesto a levantarse para luego desgarrar el vibrato que justificaría la onerosa inversión de la boleta paga. A punto de lograr su clímax escénico y derrumbar por completo con su potente vibrato el salón Condina, un despistado mesero apareció de la nada pasando a unos centímetros de su cara una bandeja repleta de vasos con hielo y una botella de fino licor, situación que despertó la furia y el rugido del monstruo quien no dudó en interrumpir su interpretación para de un zarpazo agarrar con fuerza el plato del desprevenido mozo, arrebatárselo con desdén y lanzarlo por los aires, sin tan siquiera atisbar su destino final. Ante un público enmudecido, aquel garzón más aturdido por la inminente pérdida de su empleo que por la reacción del colérico artista – quizás uno de los momentos más incómodos que hasta entonces en mi corta vida hubiese presenciado – Rafael interrumpió su presentación y en tono enérgico espetó al camarero: “Cuando Rafael canta, la gente lo respeta”. Nunca supe cuál fue el destino del extraviado mesero ni a cuál UCI fue a parar después de semejante grito. Lo que si aprendí fue que ser una figura pública no necesariamente es equivalente a ser buena persona.