“ES MEJOR NO PROMETER, QUE PROMETER Y NO CUMPLIR”.
Antes la palabra tenía tanto valor, que no hacía falta materializar lo que se prometía, con papeles, documentos, contratos, títulos valor.
Dar la palabra lo era todo, significaba seguridad, tranquilidad, certidumbre.
Hoy día, ni siquiera con papeles, contratos, se cumplen las promesas, es el imperio del engaño, la falacia y la mentira, que crean caos, incertidumbre, pleitos, conflictos.
En etapas previas a los certámenes políticos, el espacio de las campañas y los discursos se inundan de promesas, que anticipadamente se sabe, se van a incumplir a los electores.
En los albores de la humanidad, la palabra era un tesoro invaluable.
El compromiso verbal sellaba acuerdos, generaba confianza y establecía un vínculo indestructible entre las personas.
En el mundo actual, presenciamos una preocupante decadencia de esta antigua práctica.
El incumplimiento de promesas se ha convertido en una triste realidad que socava nuestras bases, generando desconfianza y frustración.
A medida que el engaño y la falacia se infiltran en nuestros sistemas políticos y sociales, nos vemos sumidos en un caos de incertidumbre y desencanto.
En el pasado, la palabra empeñada era un contrato moral, un lazo irrompible entre dos partes. No se necesitaban papeles o documentos oficiales para validar un compromiso. La honestidad y la integridad eran los pilares fundamentales sobre los cuales se construían relaciones sólidas.
En el presente, incluso los contratos más detallados y meticulosamente redactados pueden ser ignorados o violados sin escrúpulos.
Esta pérdida de valor de la palabra ha contaminado los campos más sensibles de nuestra sociedad.
El ámbito político se ha convertido en un terreno fértil para promesas vacías y falsas expectativas.
Antes de cada certamen electoral, el espacio se llena de discursos grandilocuentes y compromisos que sabemos se desvanecerán una vez que los votos sean contabilizados.
Los electores se ven inmersos en una maraña de promesas incumplidas, desilusionados y desesperanzados ante la realidad de un sistema en el que la palabra ya no tiene el valor que solía tener.
No es sino hacer un comparativo, entre lo que se prometió en campaña y lo hasta ahora ejecutado, cuando se están terminando los periodos de los actuales mandatarios para corroborar lo que aquí se está diciendo.
Es hora de recuperar la esencia de la palabra y restaurar su poder transformador.
Cada uno de nosotros tiene la capacidad de marcar la diferencia y exigir responsabilidad a aquellos que nos representan.
Es necesario fomentar una cultura basada en la honestidad y la transparencia. Debemos celebrar a aquellos líderes y figuras públicas que cumplen sus promesas, que actúan en congruencia con sus palabras y que son verdaderos ejemplos de integridad.
Como ciudadanos conscientes, debemos aprender a discernir entre las promesas vacías y las propuestas realizables, analizando los antecedentes y el compromiso histórico de quienes buscan nuestro apoyo.
La reconstrucción de la confianza no será un camino fácil, pero es vital para la estabilidad de nuestras sociedades.
Debemos exigir que las promesas sean respaldadas por acciones tangibles y que aquellos que las incumplan sean responsabilizados por sus actos.
Es necesario fomentar una educación que inculque valores éticos desde temprana edad, para cultivar generaciones futuras comprometidas con la honestidad y la palabra cumplida.
En definitiva, el mundo está anhelando un cambio hacia una sociedad en la que la palabra recuperará su valor perdido.
En medio de este escenario de engaño y decepción, existen numerosos ejemplos de individuos y comunidades que han decidido recuperar la esencia perdida. Son aquellos que eligen ser íntegros en cada palabra que pronuncian, que se comprometen con sus acciones y que honran la confianza depositada en ellos. Estos valientes individuos están cambiando la narrativa y demostrando que aún es posible construir un mundo basado en la honestidad y la responsabilidad.
Si cada uno de nosotros asume la responsabilidad de cumplir nuestras propias promesas, de actuar con coherencia y de fomentar una cultura de confianza, podremos generar un impacto significativo en nuestra sociedad.
Es hora de ser la diferencia que queremos ver en el mundo, de levantarnos contra el engaño y la falacia, y de construir un futuro en el que nuestras palabras sean sinónimo de seguridad, tranquilidad y certidumbre.
Recordemos que el cambio comienza en cada uno de nosotros.
Al comprometernos a cumplir nuestras propias promesas, a actuar con honestidad y a exigir lo mismo de aquellos que nos representan, estaremos sentando las bases para un futuro en el que la palabra recupere su valor perdido.
La reconstrucción de la confianza y la restauración de la palabra como un símbolo de compromiso y certidumbre dependerán de nuestra determinación colectiva.
Con seguridad, si se tomará conciencia de lo que es la palabra, contemplaríamos un país honesto, solidario, con justicia social, y en paz. Sería este país un paraíso maravilloso donde sus habitantes, podrían disfrutar de su gran riqueza natural y cultural.
Muy bien Javier, mi padre un recio Campesino cafetero, decía «la palabra de un hombre, vale más que una escritura, pues hasta esas las falsifican». Que tiempos aquellos.
Reflexiva columna Javier, pienso que en las próximas elecciones debe haber el voto castigo, no más la mentira del mal llamado “cambio” en que nos montaron el senador Gallo y sus amigotes, como también en la campaña que aparentemente están liderando las encuestas. Hay votar por la esperanzada genuina de que el presupuesto es para una verdadera redistribución del ingreso y no un botín.