Desde los albores de mi vida sentí una especial fascinación por las matemáticas. No voy a presumir de haber sido un experto en ellas pero tengo claro que aquella atracción fue la que me hizo ingeniero, vocación que apareció en cada uno de los ejercicios de orientación profesional a que me sometieron en mi pubertad. En otras palabras, yo había nacido para ser ingeniero, me dijeron. Y en verdad, con el tiempo descubrí una singular facilidad para los números. Después de la aritmética escolar el bachillerato clásico nos enfrentó con el álgebra, un encuentro aterrador en el que descubrimos que las matemáticas no son solo números sino también letras, símbolos y fórmulas. Recuerdo que para muchos de mis compañeros esta materia era un «coco», una maraña de laberintos incomprensibles en la que se perdían sin remedio. En cada examen padecían insufribles tormentos que yo asociaba con leyendas y relatos de «Alí Babá y sus cuarenta ladrones» o «Las Mil y una Noches». En mi imaginación era como si la ciencia de los números hubiese nacido para la humanidad en el mundo árabe. Mi inconsciente fabricó el concepto de que las matemáticas habían surgido en aquel lejano rincón del planeta y eran la más grande contribución de aquella cultura oriental a la civilización.
Con los años descubrí que todo esto era una clara y evidente inexactitud pero que esa asociación no era gratuita. La carátula del Álgebra de Baldor, que era nuestro texto y la «biblia» en la materia para los entendidos, traía la imagen de un matemático, astrónomo y geógrafo persa musulmán de nombre Al Juarismi (quien vivió entre 750 y 850) sobre un fondo que mostraba una panorámica de su natal Bagdad. Era imposible no pensar que el autor de este pesado libro, «catálogo de torturas», no era un moro de turbante y camello.
Pero mi confusión habría de crecer con dos experiencias adicionales. Recién ingresado a la universidad me encontré casualmente con uno de los libros más maravillosos que existen, «El hombre que calculaba». Su genial autor, Malba Tahan, narra la historia de Beremiz Samir, un joven árabe con una prodigiosa habilidad para los cálculos numéricos, quien viaja por el mundo resolviendo problemas y revelando la belleza y utilidad de las matemáticas. Publicado por primera vez en 1938, este libro —uno de los más vendidos en el mundo entero— combina la ficción con la realidad de una manera entretenida y didáctica. Si algo me faltaba, este libro concluyó la tarea de cautivarme para siempre. Después de leerlo me sentí medio arábigo. Incluso al mirarme al espejo me descubrí algunos rasgos sarracenos que pensé eran herencia lógica de aquellos 800 años de ocupación morisca de la península ibérica.
Tres años después, el pensum de ingeniería me enfrentó con el cálculo diferencial e integral, una materia espeluznante que eleva el grado de dificultad de las matemáticas a la categoría de Stephen Hawking. El texto básico era de otro oriental (japonés) de nombre Yu Takeuchi que supuse educado en la China de Marco Polo.
Solo hasta hace pocos años descubrí que detrás del libro de álgebra estaba Aurelio Baldor, un matemático y apasionado educador cubano, que incluyó en él 5790 ejercicios «quiebra cabezas», que Malba Tahan era el seudónimo de Julio César de Mello Souza, matemático brasileño que empleó historias orientales para cautivar a sus alumnos y que el japonés del Cálculo vivió, se educó y murió en Bogotá.
A pesar de que ahora que me asomo al espejo veo mi rostro con rasgos más bien quimbayas, latinoamericanos y colombianos sigo sintiendo una gran fascinación por los números y también por los misteriosos secretos del mundo oriental.
Interesantes reflexiones. Una experiencia paralela con un desvío por la química que me dejó en la Bolivariana estudiando ingeniería química solo para descubrir que las matemáticas, más avanzadas aún, eran la base real de esta disciplina. Así es la vida.