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PolíticaJusticia simbólica

Justicia simbólica

Por: JOHN HAROLD GIRALDO HERRERA

En el cuento de El Príncipe Feliz de Oscar Wilde, el alcalde cansado por la cercanía de un pájaro con una estatua, toma la decisión certera de emitir una medida de prohibir que los pájaros sigan muriendo al lado de los símbolos preciados. En Colombia y en una buena parte de la esfera global, donde han sido levantados proyectos de conquista por medio de la barbarie a veces por azar y otras por determinación, caen los muros del sentido impuesto y sobresalen unos vacíos, que hoy se preguntan cómo ocupar, y al tiempo plantea la idea de ¿cómo fueron puestos los bustos, los cuerpos y las propias connotaciones de ellos para los demás? Que caiga la reina Isabel y Colón en la capital del país (también en Barranquilla), supone un hecho curioso. Que se derribe a Sebastián de Belalcázar (tanto en Cali como en Popayán) y al supuesto fundador de Bogotá Gonzalo Jiménez y Quesada, pasa por un hecho de mucho debate. Se remueven las páginas de la historia.

¿Para qué sirven los símbolos en una sociedad que no está dispuesta a alimentar los tiburones que los han asediado? La euforia del estallido social, devino también en un ejercicio de renovación cultural. En el territorio ancestral de Wampia, en el Cauca, Los Misak, en medio del fuego ancestral y ejerciendo su soberanía y como pueblo de origen, decidieron hace un buen tiempo, con sus autoridades hacerle un juicio a uno de los que arrasó con su comunidad y casi la extingue: el temido Belalcázar. A sangre y hierro, con la espada y la cruz y con un proyecto de vergüenza hacía lo propio, los conquistadores, casi acaban con todas nuestras riquezas (materiales y culturales), son tantas y tan diversas que todavía quedan y siguen siendo dejadas en el olvido, o no son tan recurrentes como las que allanan los espacios de poder. Las pocas que quedan o han sido regaladas o no importa si se encuentran nuevas.

A diferencia de otros países, acá en Colombia ha habido un proyecto de blanqueamiento que, en otras palabras, no es sólo mantener un manto inmaculado de supuesta pureza, dado que la sangre indígena, o afro, o gitana, o de cualquier otra índole, que no venga de las huestes europeas, puede deformarnos o salirse de la transpiración española. También se tiene en cuenta que en Colombia existen pensamientos de adoración a quienes expropiaron y masacraron las culturas de origen, y prevalece, como se pudo ver en Cali y en otras ciudades, el hecho de considerar salvajes e inferiores a quienes se erigen en Minga, o sencillo: re-existen. Se mantiene un modo de relacionarnos con lo nuestro de lejanía, más fácil sabemos más de los que nos esclavizan que de quienes buscan libertades. Es mejor ser como pájaros en jaulas y no conocer el bosque, las llanuras, los páramos, y la gama amplia de nuestra geografía; se enseña desde muros para dentro y es un temor salir. El ruido y las valoraciones de los hechos protagonizados, que ascienden a unas veinte estatuas derrumbadas o quitadas, son enunciados como vandalismo e incluso como ocurrió en Popayán, darle precio a las cabezas de sus mentores y ejecutores. Quienes leen y han vivido en carne propia los azotes de los colonos, hoy no quieren padecer más de las secuelas y el salpullido moral que implica pasar por los lugares donde se les enaltece.

Lo enseñado es un amor por el victimario y un odio a la víctima. Sucede en los proyectos educativos y en quienes han gobernado, la víctima “inventa su historia”. En cambio, se ha ofrendado con emulaciones al sicario, al narco, al corrupto, al héroe, en últimas al tirano, a quienes nos han despojado. Ocurre que unos lloran las caídas de esos símbolos, como ahora en Canadá, que tras el hallazgo de miles de muertos de niños en fosas en las iglesias, hoy se clame una justicia histórica. ¿Por qué permitimos y celebramos la expropiación y la barbarie? ¿Por qué somos impávidos -casi- frente a la condena de la mayoría por una minoría, como el caso de darle todo el aparato estatal a los bancos, corporaciones, multinacionales, terratenientes, y es una humillación para los sectores populares? Mientras otros celebran los derribamientos. Y tal parece ser que pueden seguir cayendo como fichas de dominó.

Una estatua, como la de Bolívar en Pereira, sólo para hacerle una restauración se pagó un contrato de más de mil trescientos millones de pesos (haciendo adendas que empezaron con casi 300 y llegó a esa cifra), mientras que sólo mover las estatuas de Colón e Isabel, significó 26 millones en Bogotá. El costo podría generar indignación, pero cuando las ponen o las quitan gobernantes, aluden a temas de renovación urbana o cualquier otra leguleyada, cuando lo hacen unos indignados, es vandalismo. Ahora, el monumento de la resistencia hecho en Cali, no sólo casi no costó nada, dado que fue hecho de manera comunitaria y con aportes de colectivos, esa la han querido derrumbar, y la han ultrajado. ¿Qué les molesta? Y ¿cuál es la razón para seguirle rindiendo tributos a quien exterminó, saqueó lo que nos pertenece? Es lo mismo ahora, a la comunidad se le ahorca con impuestos y trámites, y una minera, como la del Cerrejón, se le permite, casi sólo dejando sobras y costos menores, que acaben con el patrimonio biodiverso y hasta cultural, sólo por citar un ejemplo de cientos que hay en el país.

El borrado intencionado de nuestros líderes ancestrales no es fortuito, acá hay miedo de hablar de los que combatieron con su fuerza y capacidad a los violentos y terroristas españoles. Como también de debatir sobre las injusticias, peticiones, afrentas y poner en el centro a lideresas y líderes sociales. Si aprendiéramos más de la historia de Tisquesusa (el asesinado por Quesada) o pusiéramos en el centro a Payán (el líder Misak que todavía se recuerde en su territorio y que ahora es lugar de un poder de lo católico y terratenientes) por citar dos de miles que hay; si diéramos con los nombres de los que ocupan y ocupaban los territorios, presiento que otra sería nuestra historia. El célebre Borges atribuye a una fuga de las cercas, que unos pocos libros hayan cruzado y nos permitieran la arquitectura de la sociedad que hoy hemos trazado. Los símbolos que visitamos y estudiamos, no representan sino una versión, en Colombia es indispensable ubicar la justicia simbólica y el paro nacional hizo sus aportes. La estatua del Príncipe Feliz vivió en la Despreocupación, al estar en lo más alto, no dejó de llorar porque desde ahí veía las injusticias, con la proximidad del pájaro más su complicidad y sus esbeltas figuras de oro, pudo proporcionar algo de abrigo, calor y solventar esas calamidades de la violencia estructural, con sus ojos, su nariz, y de lo que estaba forrado. Llegó el invierno, el ave murió junto a él, mientras el alcalde derribó la estatua por ser

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