Hablar de la inteligencia artificial es adentrarse en un territorio lleno de paradojas. Los mismos científicos que la conciben no se ponen de acuerdo en definir qué es ni hasta dónde llega. Esto nos muestra algo esencial: la IA no es tanto un concepto cerrado como un espejo que nos devuelve la pregunta sobre qué significa ser inteligentes.
Los ordenadores capaces de realizar tareas que hasta hace poco atribuíamos únicamente a los humanos han trastocado la base de lo que entendíamos como ventaja evolutiva. El gorila, más fuerte que nosotros, quedó confinado en un zoológico porque no tuvo la capacidad de preguntarse por qué estaba allí; nosotros, en cambio, dominamos el mundo por esa chispa de inteligencia que nos permitió cuestionar, proyectar y crear herramientas. Ahora, la IA aparece como una extensión de esa misma chispa, pero externalizada: abrimos un grifo y brota inteligencia. Lo que ayer era excelencia, hoy empieza a ser la nueva mediocridad.
Sin embargo, el misterio persiste: no entendemos del todo cómo lo hace. Es una caja negra que ofrece resultados sorprendentes, pero cuyo proceso interno escapa a nuestra comprensión. ¿Razonan estas máquinas o simplemente imitan patrones? Para algunos, como Geoffrey Hinton, la diferencia es irrelevante: si actúa como razonamiento, basta con llamarlo así. Para otros, como LeCun, no llega ni a la inteligencia de un gato doméstico. La discusión semántica, sin embargo, no debe distraernos de lo fundamental: sus efectos.
La verdadera pregunta no es si la IA razona como nosotros, sino cómo transforma nuestras vidas. Igual que el GPS no nos volvió más tontos, sino que liberó espacio mental para otras cosas, la IA puede liberar capacidades humanas hacia lo artístico, lo ético, lo espiritual. Pero también puede adormecernos, si ese vacío lo llenamos con superficialidad. La inteligencia artificial, en última instancia, no es un destino, sino un espejo de nuestras elecciones: ¿qué haremos con el tiempo, la atención y la energía que ella nos devuelve?
Estamos, pues, frente a una herramienta ambivalente: portadora de avances prodigiosos en ciencia y medicina, pero también de riesgos sociales y éticos de gran calado. El reto no está en desentrañar cada detalle técnico de sus redes neuronales, sino en alinear sus frutos con lo humano, para que no nos devore aquello que nació de nuestras propias manos. Como toda creación poderosa, la IA es semilla y abismo. La historia nos dirá si supimos convertirla en aliada para crecer en humanidad o si la dejamos crecer, como planta sin poda, hasta convertirse en selva indomable.
Padre Pacho