Esperaba en el muelle, sin saber el motivo de mi pausa; no tenía la noción del tiempo que había pasado con mi nave anclada en aquel lugar, contando otoños y estrellas fugaces, queriendo perseguir su reflejo en la inmensidad del mar. Me detuve por alguna razón que no podía recordar, y por una razón que desconocía, aún permanecía inmóvil. No fueron los años, ni el frío del invierno, ni las ráfagas de viento, fue sólo que la espera se convirtió en tormento. Estaba allí, en ese lugar anclada, pero perdida, desubicada; ¿Es posible perderse en alta mar sin partir del muelle?
Un amanecer, en el que el sol pareció brillar con más ímpetu de lo habitual, sentí que la espera había terminado. Quizá fue que los inusuales rayitos de sol avivaron mi voluntad, quizá fue que lo brillante del día me reflejó hasta el alma. Lo entendí, no esperaba algo, no esperaba alguien, esperaba justo por ese momento. Con temor desaté mi nave, con valentía me despojé del ancla. Mi barco zarpó sin rumbo y sin más tripulación que mis sueños y unas ganas enormes de sumergirme en lo desconocido. Desde entonces, navego sin importar la calma del mar, o la furia de las olas. No busco un puerto, no quiero atracar mi nave en otro muelle. Quiero naufragar, perderme, y justo allí, en la mitad de la nada, recordar que es mejor estar perdido en el mar por vivir con pasión, que perder la vida esperando en el muelle.
Respetada Columnista:
Leo sus columnas para sentir en su prosa la expresión de lo profundo del alma.
Para sentir que la palabra es expresar de sentimientos que el escritor pone a nuestro servicio para sacar lo mas cruel, o lo mas bello de la vida.
Gracias,
Gracias por su lectura señora Martha.
Que buen viaje de recompensa, de esta espera, que nos desespera.