El profundo agujero ubicado en el fondo de sus emociones, con remolinos de impulsos eróticos y acaloradas pulsiones sexuales insatisfechas, lo había llevado a buscar de manera clandestina cómo complacer sus instintos en el cuerpo femenino imaginado con el cual desearía estar, así tuviese que pagar algunos euros por conseguirlo. Llevaba semanas observando caminar por las viejas aceras adoquinadas, a mujeres entre los 25 y 35 años de edad, preferiblemente, y aunque su intención no sugiriese signo alguno de intimidación o acoso, en su interior el deseo voraz por copular le devoraba como el fuego que consumió la yerba en el verano de Sicilia, en agosto de 2021, el más caliente que recuerde el viejo continente.
Sí, Manuel López Becerra, un cincuentón, intelectual, cuyo cuerpo reflejaba varios años de deportista, con mirar profundo y de cabello cenizo y abundante, ocultaba sus grandes manos en los bolsillos del gabán color gris que había adquirido en la Calle Pelayo de Barcelona, al inicio de la temporada de rebajas en el verano pasado, cuando la tienda más popular del sector subastaba la ropa de invierno, dando la bienvenida al Día de Sant Jordi.
Al ritmo del paso que marcaba su andar adusto, con botas de punta, jean desgastado y camiseta básica negra, aquel abrigo lo protegía en las tardes lluviosas de anticipado verano interior donde la sola idea de poder encontrarse completamente desnudo en una habitación a media luz, ante el cuerpo exuberante de la fémina anhelada, asaltaba su descanso nocturno provocándole en el medio de sus muslos inferiores movimientos involuntarios visiblemente perceptibles por encima de las sábanas de 400 hilos en las que descansaba, escena que recuerda al iceberg que se erige en el océano ártico. Su virilidad no había menguado aunque las patas de gallo alrededor de sus ojos, el centro de su frente carreteable y un bigote espeso y canoso le sumaran más años a los años ya transcurridos registrados en su DNI.
En efecto, López Becerra, alto, de misterioso halo intelectual, continuaba capturando las miradas de mujeres maduras y jóvenes quienes – cautelosas ante el acto de contemplar el ocaso de su estampa – observábanle atentas a que la esposa que imaginaban entrara a escena, presta a despuntar una severa escena de celos. Lo que estas desconocían era que Manuel era un solterón de cinco décadas, cuyos años de juventud, vino, cañas y tapas – junto a sus amigos y compañeras esporádicas, al lado del mediterráneo – los había dedicado al trabajo de guía turístico, teniendo por eje a Europa occidental, más concretamente a Toledo, epicentro de una actividad profesional que combinaba a la perfección con su estilo de vida.
(Apartes del cuento ¡Te doy un diez!, de la antología Cuentos pasar el rato, de autoría de Andrés García).