“La memoria intenta preservar el pasado, sólo para que le sea útil al presente y a los tiempos venideros”.
Jacques Le Golf
El tiempo marcha, pero, es inevitable detenerlo en un momento tan trascendental como este. Noviembre, penúltimo mes del calendario.
Como parte de este país, miro con añoranza los sucesos que se aproximan a ser recordados y que marcaron un hito en la historia. Me refiero a la toma de El Palacio de Justicia y a La Tragedia de Armero, hechos sucedidos con ocho días de intervalo y que 40 años después continúan en la memoria colectiva, siguen siendo noticia.
Es 1985, 6 de noviembre, un día como cualquiera, sin embargo, la capital de Colombia se estremece ante lo que testimonia desde tempranas horas, que acompaña el día y continúa afectando la tranquilidad familiar hasta el día 7. Exactamente, 28 horas de zozobra. Lo que se vivía dentro del más importante recinto “símbolo del poder judicial del país y sede de sus altas cortes”, continuará siendo un enigma; lo que vivimos fuera de él, puede expresarse. Aún hoy, cuando han transcurrido tantos años, las imágenes, las sensaciones generadas por el tiroteo, los rockets y sus voces, laceran los recuerdos, pero, sobre todo, pesa sobre los hombros la impotencia ante dicho Holocausto, ante la pérdida de tantas vidas.
Aunque pase el tiempo, sigo perpetuando esos momentos vividos con el temor de tener que huir del lugar de residencia, ya que estuve junto con mis hijos expuestos al peligro, situación que somete a cualquiera a la desazón; sin embargo, salimos victoriosos, aunque sin poder celebrarlo, debido a la pérdida del Capitán Talero vecino nuestro y quien ofrendó su vida en una acción desde el aire, sin poder demostrar las habilidades aprendidas en Francia donde había estado recibiendo entrenamiento especial para esas lides. No pudo cumplirle a su institución, a su patria, pero, sobre todo a sus hijas, a quienes disfrutó muy poco. Murió en su Ley.
Este es apenas un aparte de esa experiencia, de ese horrendo momento, narrarlo con más detalle resulta doloroso, pero, el luto continúa haciendo mella, cuando una semana después, el Volcán Nevado de El Ruiz, provoca la fusión del glaciar, desencadenando múltiples lahares (flujos de lodo, tierra y escombros), que descendieron por las laderas del volcán a gran velocidad, arrasando con la ciudad de Armero un pueblo de economía boyante, sembrando desolación y profunda tristeza. Dos eventos, dos tragedias, un cúmulo de sentimientos, niños sin padres, familias sin techo y sueños mutilados.
Armero, la ciudad blanca de Colombia, es destruida, han desaparecido más de 25.000 personas, Colombia llora, se desmorona y el mundo se estremece y acude a brindar apoyo, no se hace esperar. Aunque recibe dicha solidaridad, las pérdidas humanas son apenas un cálculo. El pueblo desapareció. Imposible dejar de lado esos momentos cruciales para un país.
Muchos testimoniaron los hechos, contaron su historia abrasados por el dolor que los embargaba. Los escuché y hoy apenas son un recuerdo, ya que tuvieron que continuar, reconstruyeron su vida, aceptaron su tragedia, aunque con el corazón repartido en distintos lugares del planeta.
En estos renglones que me permiten referirme a ese pasado, refiero una parte. Sobre él se tejen muchas historias, yo, narro lo que puedo certificar desde esa vivencia, no entro en detalles, creo que el dolor es suficiente para reproducir lo que no puede quedarse abandonado como la historia de niños entregados en adopción a familias del exterior (y lo que he podido consultar) Hoy, 40 años después siguen tratando de encontrar su identidad, no saben quiénes son sus padres, en qué fecha nacieron, lo desconocen todo. En momentos como esos, siempre hay alguien que sostiene viva la esperanza, tratando de alivianar vacíos con los que a veces se emprenden caminos.
El señor Francisco González, armerita, con su Fundación “Armando Armero”, lidera la investigación Niños Perdidos de Armero, causa humanitaria que consigue reencontrar a las familias, registrando en documentos como “El Libro Blanco y El Libro Verde”, aquellas familias y chicos de quienes se presume hay algún grado de consanguinidad. Después de realizarse pruebas de ADN, se ha logrado ese reencuentro. Tarea dispendiosa, pero ha alcanzado grandes resultados. Incluso en el programa Séptimo Día, se han evidenciado ya varios encuentros.
Sin embargo, ¿ cómo reparar el alma de tantas personas que continúan esperando el abrazo de un padre, un hijo, ese hermano o el esposo?, ¿ cómo sanar a un país herido? Hemos visto documentales que evidencian la salida de muchos rehenes del Palacio, sin poder celebrar esa reunión con sus familias, hacen parte del archivo histórico, pero, son producto de investigación. De otro lado y frente a los desaparecidos de Armero, se tiene conocimiento de chicos residiendo en Estados Unidos, en Holanda y en otros países. Ellos desconocen el paradero de sus padres.
Hay historias que dan la vuelta al mundo, algunas son el resultado de esa oralidad tan aprendida de nuestros padres; otras, testimoniadas, como estas que apenas rememoro con tristeza, ya evocarlas, estremece.
Me cuesta recrear escenas de dos grandes íconos: El Palacio de Justicia perdiendo su poder ante el fuego cruzado de balas y las llamas que lo abrasaron dejando sólo cenizas. De otro lado, la voz implacable de El Volcán Nevado del Ruiz, terminando con la historia de un pueblo orgulloso de su terruño que acogió con orgullo la visita de otras regiones de Colombia, un lugar que daba gusto recorrerlo y que hoy es un Campo Santo.
Rememorar esos momentos duele, sobre todo si se tiene en cuenta que fueron eventos anunciados, pero desatendidos. El pueblo de Armero conocía cómo se manifestaba ese León, y sobre El Palacio de Justicia, ya se tenían indicios sobre una posible toma.
Escenas como estas no quisiera repetirlas, porque, al ocupar un pequeño espacio de este planeta, la mayor motivación que se tiene es la de vivir cada día en paz, sin que la violencia sea la bandera que acompañe ese trasegar. Ojalá podamos vernos con hermandad y no para destruirnos, porque cada uno aporta un granito de arena en dicha construcción y la responsabilidad de cuidar y cuidarnos es de todos.
Entretanto los que nos sucedan, las generaciones venideras, que se ocupen de sembrar alegría, seguridad, tranquilidad, paciencia, entendida esta como ciencia para la paz. Ya hay huellas de ese pasado que no deben ser las del odio, al contrario, ¿por qué no repensar ese destino donde se pueda transitar con libertad, pero con claridad sobre lo que se posee, para que nada, ni nadie lo destruya? Que se sienta admiración y respeto por esta bella nación.


