En los últimos días, Colombia ha sido testigo de una escalada de agresividad verbal que sacude las bases de nuestra convivencia democrática. La alocución presidencial del 15 de julio de 2025 encendió nuevamente los ánimos. El presidente Gustavo Petro, con tono vehemente, arremetió contra las Entidades Promotoras de Salud (EPS), a las que acusó de ser responsables de “millones de muertes evitables”. No dudó en calificar al dueño de Keralty como un “criminal” que debería salir del país, ni en acusar a expresidentes y sectores políticos de haber construido una maquinaria para robarle la salud al pueblo. Estas declaraciones, lejos de generar un debate técnico o jurídico sobre la situación de la salud en Colombia, desataron una ola de reacciones igual de ofensivas. Algunos políticos respondieron en redes sociales calificando al mandatario de “trastornado mental” y “drogadicto”, utilizando etiquetas profundamente estigmatizantes, que además refuerzan los prejuicios hacia las personas con trastornos mentales o con antecedentes de consumo problemático. Se pasó rápidamente del debate público a la agresión personal, de la argumentación a la descalificación absoluta.
¿Es así como se deben debatir las diferencias en una democracia? ¿De verdad creemos que la única forma de expresar un desacuerdo legítimo es a través de insultos, estigmas y humillaciones? Esta forma de relacionarnos en el espacio público refleja una condición más profunda: la intolerancia que ha comenzado a recorrer el alma nacional. No se trata de evitar la confrontación; en una sociedad pluralista, el disenso es necesario, incluso saludable, pero el modo como se ejerce el desacuerdo define la calidad ética de nuestra política y la madurez emocional de quienes la protagonizan. Utilizar señalamientos dogmatizantes, acusaciones infundadas o insultos patológicos para controvertir al otro no solo empobrece el debate, sino que lo deshumaniza. No se trata aquí de tomar partido por uno u otro lado. Lo que está en juego es el respeto a la dignidad humana y la preservación del tejido democrático. Ninguna causa, por justa que se crea, justifica la aniquilación simbólica del otro. Cuando un presidente acusa o generaliza de forma incendiaria, socava la confianza institucional. Y cuando sus contradictores responden con insultos personales o estigmas, convierten la crítica legítima en agresión.
La única salida a esta encrucijada es el retorno urgente al diálogo civilizado, a la escucha activa, al reconocimiento del otro, incluso —y especialmente— cuando pensemos radicalmente distinto. Si la política deja de ser el arte de construir acuerdos posibles y se convierte en una guerra de trincheras verbales, la democracia se vacía de contenido. Colombia no necesita más gritos, necesita más argumentos; no necesita más adjetivos, necesita más razones. Es hora de recobrar la serenidad, de hablar con firmeza pero sin odio, de escuchar sin miedo y de entender que la paz empieza por el respeto mutuo. Al final, no se trata solo de quién tiene la razón, sino de si somos capaces de construir un país donde sea posible vivir con dignidad, aún en medio de las diferencias. www.urielescobar.com.co
N.D. Con toda humildad, la dirección de El Opinadero acoge este artículo como su nota editorial y, en consecuencia, hace un llamado a los líderes de todos los sectores políticos y sociales, partiendo por sus propios columnistas para que antepongan su respeto al otro y su escucha activa por encima de sus propias emociones e intereses políticos pues, sólo así, será posible retomar el sendero que nos encamine a una democracia civilizada, donde los argumentos se combatan con argumentos y no con insultos y descalificaciones.
el director


