En medio de los múltiples conflictos que marcan el pulso del mundo contemporáneo, han comenzado a emerger términos y conceptos que hasta hace pocos años no figuraban en el radar de la opinión pública. Uno de ellos es el de las “tierras raras”, una expresión que podría sugerir algo exótico, casi mitológico, pero que en realidad nombra a un grupo de elementos químicos cuyo peso geopolítico es tan relevante como silencioso. No poseen propiedades mágicas ni curativas, pero su valor de uso es tan alto que su control ayuda a entender por qué China es hoy una superpotencia tecnológica o por qué Estados Unidos considera estratégico reducir su dependencia de ciertos minerales críticos.
Así como cuando nos aprendíamos los elementos de la tabla periódica, las tierras raras se componen de 17 elementos: el Escandio, el Itrio y los 15 lantánidos, entre los que se encuentran el Cerio, el Neodimio, el Gadolinio o el praseodimio. A pesar de su nombre, no son especialmente escasas en la corteza terrestre, pero sí es rara su concentración en depósitos económicamente rentables. A diferencia del petróleo, que suele hallarse en grandes yacimientos, las tierras raras se encuentran dispersas y adheridas a minerales complejos, lo que encarece su extracción y refinamiento.
¿Por qué son tan codiciadas? Su demanda se ha disparado porque son insustituibles en una amplia gama de tecnologías modernas. El Neodimio, por ejemplo, permite fabricar imanes permanentes utilizados en motores eléctricos de autos, turbinas eólicas, drones, discos duros o altavoces. El Terbio y el Itrio son esenciales para pantallas LED, lámparas de bajo consumo, dispositivos ópticos y láseres médicos. El Lantano se usa en baterías de hidruro metálico como las de los vehículos híbridos de Toyota. El Cerio, por su parte, es clave en el proceso de cracking catalítico para la refinación de petróleo. Además, estos elementos intervienen en la fabricación de sensores infrarrojos, sistemas de defensa, superconductores y componentes para la industria aeroespacial.
China es, sin lugar a dudas, el actor dominante en este juego estratégico. No solo alberga entre el 60 % y el 70 % de las reservas globales, sino que controla la mayor parte del procesamiento mundial. La mina de Bayan Obo, en Mongolia Interior, es el mayor yacimiento de tierras raras conocido. A esto se suma su capacidad industrial para separar y purificar estos minerales, algo que pocos países pueden hacer a gran escala. Por esta razón, incluso cuando Estados Unidos extrae tierras raras en su mina de Mountain Pass, muchas veces debe enviarlas a China para su procesamiento.
En el resto del mundo, yacimientos relevantes se encuentran en Australia (Mount Weld), India, Brasil, Myanmar, Rusia, Vietnam y algunos países africanos. Sin embargo, estas regiones no siempre cuentan con la infraestructura o la capacidad tecnológica para desarrollar una cadena de valor completa. Esto deja el tablero en una situación de asimetría: la mayoría extrae, pero pocos refinan y transforman.
Este contexto explica por qué las tierras raras son un punto de fricción creciente entre potencias. La rivalidad estructural entre China y Estados Unidos ha convertido a estos elementos en un arma geoeconómica. En 2010, Pekín restringió las exportaciones a Japón tras una disputa territorial en el mar de China Oriental, y durante la guerra comercial con la administración Trump, insinuó que haría lo mismo con Washington. El mensaje fue claro: quien controla las tierras raras, controla la innovación tecnológica, desde la electromovilidad hasta la defensa.
Este escenario ha encendido las alarmas en el norte global. Estados Unidos ha intentado reconfigurar su cadena de suministros, reactivando Mountain Pass, promoviendo proyectos de procesamiento doméstico y estableciendo alianzas con países como Australia, Canadá, Japón y Corea del Sur. Por su parte, la Unión Europea ha declarado a las tierras raras como materias primas críticas y ha impulsado políticas para diversificar proveedores, desarrollar reservas estratégicas e incentivar la exploración en territorios como Groenlandia y Escandinavia.
Pero la carrera no es exclusiva del norte. Myanmar, un proveedor clave de tierras raras pesadas, vive conflictos armados en sus regiones mineras, lo que ha generado volatilidad en el mercado. Vietnam busca fortalecer alianzas con Japón y EE. UU. para no quedar atrapado bajo la influencia china. Brasil y África, con recursos abundantes, enfrentan el dilema de atraer inversión sin caer nuevamente en modelos extractivistas sin valor agregado. Las grandes potencias compiten por acceso a sus reservas con reglas cada vez más laxas.
En ese escenario, Ucrania ha emergido como un nuevo actor en disputa. Según diversos reportes recientes, Estados Unidos ha mostrado un interés creciente en las reservas de tierras raras ucranianas, consideradas entre las más prometedoras de Europa. En el marco del conflicto con Rusia, y como parte del paquete de asistencia y reconstrucción, Washington habría buscado acuerdos para acceder a la exploración y eventual explotación de estos yacimientos, ofreciéndolo como moneda de cambio en su apoyo militar y financiero. Esto refuerza la idea de que la ayuda internacional rara vez es desinteresada, y que la reconstrucción posbélica será también un campo de competencia por recursos estratégicos.
Paradójicamente, el auge de estas “materias primas verdes” también ha provocado efectos colaterales contradictorios. La presión por sostener la transición energética ha llevado al crecimiento de la minería ilegal, la contaminación ambiental y la explotación laboral, especialmente en zonas periféricas sin regulación robusta. Las tierras raras, que prometen un futuro más limpio, pueden estar manchadas por prácticas extractivas que contradicen los valores que supuestamente buscan promover.
Así, el mapa de las tierras raras revela que el futuro tecnológico global está lejos de ser neutro o sustentable si no se redefinen las reglas sobre quién controla los recursos, cómo se extraen y quién se beneficia. Detrás de cada turbina, coche eléctrico o satélite, hay una cadena de suministro altamente politizada y vulnerable. La transición verde, por más necesaria que sea, corre el riesgo de reproducir viejas lógicas coloniales si no se construye sobre principios de equidad, transparencia y sostenibilidad real.
En definitiva, las tierras raras son mucho más que un grupo de elementos químicos: son el núcleo silencioso de las disputas por el poder en el siglo XXI. Y como suele ocurrir en geopolítica, lo verdaderamente estratégico rara vez es lo que se ve a simple vista.