Por: Carlos Andrés Echeverry Restrepo
Aunque los seres humanos reaccionamos de forma distinta ante el peligro, siempre he pensado que, teniendo los medios y la oportunidad, podría llegar a matar si estoy sufriendo o creo que hay una inminencia de lesión contra mi integridad que pueda poner en riesgo mi vida o la de un ser querido. Sin embargo, es difícil saberlo con certeza porque al momento de valorar situaciones hipotéticas lo hacemos de modo racional, mientras que en una circunstancia real intensa que desencadena emociones fuertes como el miedo o el estrés, nuestro comportamiento puede tomar cursos por fuera de lo previsto en contextos de tranquilidad mental.
Tal vez, el médico que recientemente asesinó a tres presuntos ladrones valoró la situación como amenazante para su propia integridad y su conducta fue disparar sin reflexionar sobre si debía, o no, ejecutar el acto de repulsa, esto es, reaccionar por la necesidad de la defensa. Si de los hechos a investigar con distintos medios de prueba, se aprecia con razonabilidad que la situación vivida por él ameritaba la reacción que en efecto tuvo, seguramente se dará aplicación a un eximente de responsabilidad como lo es la legítima defensa (numeral 6 del artículo 32 del Código Penal).
Si bien el ordenamiento jurídico colombiano excluye de responsabilidad a quien obre “por la necesidad de defender un derecho propio o ajeno contra injusta agresión actual o inminente” (numeral 6 del artículo 32 del Código Penal), eso no nos habilita para actuar como jueces y menos para justificar en cualquier evento -como lo he leído en algunas publicaciones- una suerte de pena de muerte de facto aplicada por los propios ciudadanos, en desmedro del poder del Estado de resolver esas controversias con los medios y procedimientos dispuestos por la Constitución y la ley.
Entiendo que en un país que adolece de elevados niveles de impunidad y mora judicial, muchos ciudadanos tienden a suplir esa ausencia de justicia con juicios de valor sin sustento sólido en materia probatoria o legal, reforzados por el temor al rechazo social si hacen público un criterio que diste de lo sentenciado por la mayoría, no obstante, lo ideal sería pronunciarnos con mejores argumentos y elementos de prueba pues no solo está comprometido el derecho a la presunción de inocencia o al buen nombre de las personas involucradas en estos casos, sino la capacidad del sistema judicial en resolver eficazmente esos conflictos. Si, por ejemplo, el informe de medicina legal muestra que uno de los asesinados por el médico fue ultimado por uno o varios tiros en la espalda, disparados a distancia considerable, ¿Será razonable, en ese específico caso, continuar defendiendo la tesis de la legítima defensa? Lo dudo.
Pude apreciar la severidad del juicio social, aún antes de que un juez se pronunciara sobre la veracidad de unos hechos denunciados, con el proceso penal surtido contra un amigo cuya vida familiar, profesional y laboral sufrió irreparables daños, no obstante, haber sido absuelto luego de transcurridos varios años de incómodos y temerarios señalamientos. En esta sociedad, hay una preocupante tendencia a pensar que quien es acusado de un delito (presuntos ladrones u homicidas) inevitablemente debe ser condenado, o en pocos casos absuelto si se trata de alguien que reacciona contra un presunto criminal (como el médico que dispara a unos supuestos ladrones, o quien lincha a alguien calificado como violador), sin siquiera garantizar la presunción de inocencia o esperar a que un juez se pronuncie al respecto luego de valorar todos los elementos de prueba aportados al proceso penal.
Finalmente, no puede hacer carrera, menos en autoridades administrativas o profesionales del derecho, el celebrar públicamente la muerte de las personas so pretexto de considerarlos criminales o indeseables sociales, práctica contraria a sociedades democráticas que buscan guiarse por el respeto irrestricto, para cualquier persona, de derechos fundamentales como la vida, el debido proceso, la presunción de inocencia, o el buen nombre, y de la obligatoria observancia de la prohibición constitucional de la pena de muerte.