Por: Alba Nury Orozco Gómez
De forma reiterada leo y escucho una serie de argumentos de mujeres, que comparten un perfil: profesionales, con acceso a la información, con formación profesional, capacidad de discernir y tomar decisiones en el marco de autonomía y libertad; amparadas en discursos desde un lugar de pasividad y victimización, que resulta circular y preocupante, un discurso desde el cual se pretende un cambio pero en el que no se arriesga, ni desde una posición social como ciudadana ni desde una condición individual como mujer.
Después de 70 años de feminismos es necesario decir que no basta con fortalecer “la representación” puesta en las organizaciones, las mujeres intelectuales, los colectivos y las periodistas; un juego de la representación que en mi opinión desdibuja cada vez más lo que Rossana Reguillo llama el “litigio por la palabra”, ese derecho a participar más allá de lo formal, y que se resume en la posibilidad de “decir, asistir y compartir”; el derecho a pronunciarnos sobre nosotras mismas.
Querer un mundo más justo requiere asumir las consecuencias de su búsqueda, la responsabilidad de dicha aspiración. Por ello, escuchar a mujeres de este perfil , decir que no denuncian – o que denuncian anónimamente- porque tienen miedo de perder su trabajo, perder su papel protagónico en una obra de teatro o en una película, o no ser invitadas al coctel de mayor prestigio en la farándula local, es cuestionable. Escuchar a mujeres jóvenes y profesionales decir que la única forma de gestionar su reparación en la dignidad vulnerada, es hacer denuncias públicas y de forma anónima, me resulta desde una postura ético-política incomprensible. ¿Qué hay de la capacidad individual de resolver nuestros propios conflictos? ¿Qué hay de ese saber que se teje cotidianamente con quienes compartimos las experiencias? ¿No debe ser un principio feminista creer que el otro puede cambiar y ser mejor persona siempre? ¿No somos nosotras individualmente también responsables de generar las condiciones para ese cambio? ¿Qué decirle a las miles de mujeres que no tienen acceso a las redes, a los grupos de escrache, a los colectivos feministas, a las organizaciones?
No es un tema menor el acoso, sabemos que es el mayor caldo de cultivo para que se sustenten y normalicen las violencias más crueles contra el cuerpo de las mujeres, sabemos, también, que su complejidad requiere actuar en todos los frentes, y en mi opinión uno de los más importante y menos abordado es el día a día y el cara a cara, es decir, los espacios de la cotidianidad, que exigen asumir ejercicios francos y comprometidos con “el otro”. No pasa por la institucionalidad y el derecho la transformación de las prácticas y actitudes que sustentan el acoso entre parejas, entre amigos, en los espacios domésticos o en la intimidad… micro espacios de relaciones a los que no llega la institucionalidad, ni el derecho, esos espacios en los que no es posible decretar; Sin duda, la institucionalidad tendrá que fortalecerse, así como los procesos colectivos, pero negar nuestro cuerpo como el primer escenario de disputa, de transformación, de pedagogía, es negarnos como sujetas de cambio.
Es deber ético para quienes podemos pensar, hacerlo, y pensar es incomodarse, es también arriesgar: el estatus, la tranquilidad en la reproducción de un discurso, de una forma de entender el mundo; arriesgar es decidirnos por la inclusión de la alteridad y enfrentarnos a la pluralidad de la experiencia, a la diferencia, y a los interrogantes que esta nos devuelve; desescalar la violencia contra la mujer en el mundo nos exige hoy más que nunca de creatividad, amor, empatía, a su vez, exige la conversación, la escucha y otras cualidades propias del universo femenino, pero sobre todo, volver la mirada y estar atentos a las angustias que enfrentamos los seres humanos, que por momentos parecen estar llenas de zonas oscuras…