La expresión antigua “sostenella y no enmendalla” describe una actitud que persiste en el tiempo: la obstinación en el error, más impulsada por el orgullo que por la razón. Aunque sus orígenes se remontan a épocas en que el honor prevalecía sobre la verdad, su eco resuena aún hoy como un lastre en las dinámicas políticas y sociales.
Cada cuatro años, los sistemas políticos repiten el ciclo de elección y decepción. En vez de aprender de los errores, las sociedades siguen confiando en líderes mesiánicos que prometen soluciones milagrosas. Estos caudillos refuerzan una ilusión colectiva que inevitablemente colapsa, dejando tras de sí frustración y nuevas oportunidades para que la inercia del error prevalezca.
Mientras que los niños ven en el aprendizaje un acto de superación, los adultos rara vez aceptan su ignorancia. Aferrados a su visión del mundo, muchos perciben cualquier contradicción como una amenaza a su orgullo, una fachada que sienten indispensable para su autoestima. Esta ceguera emocional impide aceptar que errar es parte del crecimiento. Y aunque enmendar un error requiere valentía, las sociedades actuales valoran más la apariencia de éxito que la autenticidad.
La política no escapa a esta falta de autocrítica. La figura del líder carismático continúa dominando el imaginario colectivo, encubriendo fallas estructurales con promesas superficiales. Esto no surge de la nada, sino de sistemas educativos que exaltan figuras históricas como héroes indiscutibles mientras descuidan los matices históricos y la reflexión crítica. Ejemplo de esto son las visiones casi religiosas sobre personajes como Simón Bolívar, exaltados sin reconocer las contradicciones de sus legados. Este tipo de narrativa perpetúa el orgullo irracional y margina la autocrítica como sinónimo de traición.
Sin embargo, para rescatar la democracia es fundamental superar el caudillismo y entender que el progreso no puede depender de un único individuo. La democracia sólida requiere la construcción de partidos políticos capaces de representar a la ciudadanía a través de cuatro dimensiones esenciales: ideológica, programática, representativa y electoral. Lo que predominan hoy son plataformas diseñadas únicamente para ganar elecciones, carentes de propuestas reales y desconectadas de las necesidades colectivas. Abandonar el mito de los líderes mesiánicos y fortalecer la democracia mediante partidos que reflejen pluralidad y compromiso racional es esencial para avanzar.
El orgullo colectivo de no admitir errores no solo obstaculiza el progreso político, sino que afecta todos los aspectos de la vida social. Como una versión moderna del hidalgo que defiende un honor malentendido, muchas personas prefieren sostener dogmas fallidos en lugar de admitir que están equivocados.
El costo de esta mentalidad es enorme. Sociedades enteras permanecen estancadas por miedo al cambio, incapaces de aceptar que un error, cuando es reconocido, puede abrir la puerta al progreso. Derribar las estructuras familiares pero fallidas que nos atrapan exige un grado de humildad que pocos están dispuestos a mostrar.
Superar este obstáculo no es imposible. Requiere fomentar una cultura que valore la humildad, el aprendizaje y la rectificación. Reconocer errores no es un signo de debilidad, sino el primer paso hacia un cambio verdadero. “Sostenella y no enmendalla” debe ser reemplazado por una mentalidad que priorice el pragmatismo y el entendimiento colectivo sobre el peso inútil del orgullo.
Solo una sociedad dispuesta a aprender de sus errores puede aspirar a construir un futuro más justo, racional