Colombia, ha sufrido varias pandemias como la del COVID 19 entre otras, que por más que hayan afectado a la sociedad en general, ninguna ha dejado consecuencias más nefastas como la enfermedad de usar para toda conversación bilateral, la palabra «doctor», el daño es tal, que ese sustantivo parece ser más que un título académico o profesional, es un pase o salvoconducto universal para que cualquier funcionario público, así haya pasado de soslayo por el bachillerato o la universidad, sienta que la jerarquía lo eleva a un Olimpo burocrático, una rosca envidiada por la plebe que rodea la administración de turno. Pero ¿realmente necesitamos esa etiqueta para establecer un diálogo con el servidor público?, es necesario decirles doctor a todos los funcionarios y sería una falta de respeto no usarla cuando nos comunicamos con ellas y ellos en cualquier actividad, yo no lo creo. Es más, pienso que insistir en el uso de la palabra «doctor» no solo es innecesario, sino que contribuye a un problema más profundo: la brecha de comunicación entre las comunidades y el funcionario público que debe atender las necesidades de la sociedad de acuerdo a su competencia y funciones.
Las barreras de la comunicación como problema de la administración pública.
El político tradicional con su equipo de trabajo elaboran sendos programas de gobierno basados en diagnósticos elaborados por una elite que vive en una burbuja que los aísla de la realidad de las comunidades, en resumen ellos hacen un listado de los problemas que ellos consideran importantes y diseñan las soluciones a las problemáticas que ellos han creado y con una buena inversión de dinero en mercadeo político lo difunden a toda la sociedad y los líderes populares terminan difundiendo una realidad ficticia pero todos creen que es la verdad verdadera, porque lo dicen los doctores blancos, los doctores rojos o amarillos, en conclusión estos doctores que en su gran mayoría no han hecho un PH en ninguna universidad, se escudan en la palabra “doctor”, para lograr que el pueblo no pregunte, no debata, no exponga argumentos diferentes, solo porque si lo dicen ellos, esta clase dirigente llena de doctores con poder político, el pueblo como redil y rebaño obediente deben aprobar y repetir ese discurso como barra brava de futbol.
Usar la palabra «doctor» al político o al funcionario público, perpetúa una desigualdad simbólica. Recordemos que hace unos pocos años, los que tenían el poder político y religioso consideraban que los negros, indígenas y mestizos en general, no tenían alma, por lo pronto no eran sujetos de derechos, no sentían dolor y esta clase social se reservaba el derecho de respetar o quitarles la vida a estos seres considerados inferiores. Sin pensarlo dos veces, podemos afirmar que el lenguaje crea realidades sobre las cuales se puede planificar el futuro de toda una nación. Por tal motivo usar títulos honoríficos con ligereza alimenta el ego de los unos y la falsa percepción de que los funcionarios públicos son figuras inalcanzables en los en el pueblo, que los doctores son semidioses que no se les puede contradecir, a los que hay que perseguir por todos los corredores como cortesanos, para que puedan escuchar al líder de un barrio o al representante de una comunidad, estas barreras en la comunicación da como resultado que las administraciones cada vez estén más alejadas de las necesidades del pueblo. Si en lugar de «doctor» usamos un simple «señor o señora», “Don o Doña” o simplemente «funcionario», así todos seremos iguales en la cancha. El respeto no debería depender de un título inflado, sino de la calidad de persona y el servicio que presta a las comunidades.
El uso de la palabra doctor se ha convertido en una obsesión, despinta el propósito de la comunicación pública: buscar la cercanía, la posibilidad de la gestión, el control social y político. Un líder barrial que enfrenta un problema no debería sentirse como un estudiante que solicita una indulgencia académica al profesor universitario. Al contrario, debería poder hablar como iguales, pues, al final, los funcionarios son servidores, no titanes del olimpo.
Por último, y quizás lo más irónico, llamar «doctor» a todo funcionario ni siquiera garantiza que se le trate con respeto. Si la jerarquía es ficticia, ¿por qué seguir reforzándola? La verdadera autoridad no necesita títulos académicos, que usted trate de doctor a un funcionario no le garantiza que reciba un trato humano y digno.
Es hora de que Colombia deje atrás esta «doctoritis» crónica. El país no necesita más etiquetas vacías; el Cambio necesita diálogos reales, donde los títulos no sean escudos, el dialogo se construye con palabras sencillas que sirven de puente para una real comunicación.
Así que, la próxima vez que entre a la alcaldía, pruebe algo nuevo: mire a los ojos, sonría y diga «buenos días», destruya el lenguaje de la pandemia de la doctoritis aguda.