Los colombianos hemos sido históricamente apasionados y enceguecidos con el ejercicio de la política. Antes de la independencia eran evidentes las divergencias de pensamiento en torno a las pretensiones gubernativas y lograda la victoria sobre el imperio español empezaron las disputas viscerales y sanguinarias entre Bolívar y Santander, entre federalistas y centralistas. El nacimiento de la República estuvo plagado también de confrontaciones civiles que nos mantuvieron siempre en medio de acciones bélicas. El siglo XX fue después, el cenit de una guerra entre liberales y conservadores que desoló todo el territorio, especialmente las provincias azotadas por una conflagración vestida con mantos de ideología.
Somos una patria boba que olvida la historia y la repite una y otra vez. En la actualidad vivimos una terrible polarización política en la que las pasiones persiguen dogmas y nadie renuncia a sus creencias. Igual que hace décadas todos nos creemos dueños de la verdad y de la razón y nos hacemos matar por ellas. Cuando el liberal Olaya Herrera llegó al poder en 1930, después de una hegemonía conservadora de varias décadas, todo eran sueños y expectativas de cambio. Una fotografía exacta de lo que aconteció con la llegada de Petro a la presidencia casi un siglo después. Ojalá que la violencia que se desató en los años siguientes a Olaya no se reavive en los próximos.
La triste verdad de todo esto es que ninguna de las partes del conflicto tiene la razón. Los discursos se acomodan cada día a los intereses particulares de unas pocas élites y se distancian de las corrientes ideológicas universales. El concepto más claro de lo que el país debe hacer lo planteó hace unos años Álvaro Gómez Hurtado, heredero desafortunado de otra de las castas dominantes: hay que construir entre todos un «acuerdo» sobre lo fundamental.
Pero un ejercicio como éste tiene dos grandes dificultades: la primera es la definición misma de qué es lo fundamental y cuáles son los linderos precisos de este acuerdo. Los políticos suelen encargarse de difuminar sus fronteras y hacer más turbio el panorama para eludirlo. Y la segunda es entre quiénes debe hacerse o quiénes deberían ser los actores de este examen.
La Constitución política de 1991 fue una oportunidad histórica para ese «acuerdo» pero cometió errores garrafales especialmente en torno a los partidos políticos, al ejercicio de la democracia y a las bases del marco electoral. Hoy vivimos en un país descuadernado electoralmente y con los partidos políticos desdibujados, atomizados y destruidos. Los liderazgos casi que desaparecieron. Cuatro decenas de colectividades políticas así lo demuestran. En esas condiciones es muy difícil definir entre quiénes debe construirse este nuevo acuerdo que en teoría debería ser con TODOS. Eso incluye a los bandidos, los corruptos, los asesinos y las «ratas»; también a los buenos, a todos los empresarios, a los ricos y a los pobres, a los estudiantes, a los asalariados, a los indios, a los negros, a los lgtbi, a los costeños, a los pastusos, a los paisas, etc. ¡A todos! Esa es la otra compleja tarea: la de armar ese rompecabezas.
Llamar al pueblo a una consulta popular para lograr acuerdos sobre lo fundamental es otro sofisma de distracción que solo servirá para ahondar en las diferencias, polarizar al pueblo y calentar el ambiente para otra confrontación electoral, que por cierto solo traerá más pasiones desmedidas y obvios distanciamientos sociales. La misma patria boba de siempre.