Por LUIS GARCÍA QUIROGA
Como género humano siempre nos sentimos amenazados de muerte pero cuando recién apareció la pandemia, casi sin excepción, todos nos dábamos golpes de pecho y llegamos a creer que era posible cambiar y ser mejores personas.
No seremos los mismos, se dijo entonces. Bastó el paso de los días para darnos cuenta de que, en algunos casos, somos peores. Los hechos de lado y lado, son tozudos.
Ser la mejor persona y a la vez más competitivo, más sano, ser más y mejor, es un ideal que el ser humano persigue desde que tiene uso de razón. La mayoría de las personas se esfuerzan cada día por lograrlo y no siempre en condiciones favorables o propicias en el entorno político, económico, social y cultural.
El premio es el esfuerzo. Los logros con sacrificio, perseverancia y tenacidad producen más satisfacción y elevan el amor propio y la autoestima a límites insospechados. Del otro lado de la historia están quienes, como decía León Bloy, “van de la cuna a tumba sin inmutarse”; o quienes pasan la frontera de la humildad, se estacionan en el territorio de la arrogancia y el desprecio por los demás y se convierten en seres egoístas, codiciosos e individualistas. Todos conocemos a alguien así.
Pero la vida sería una miseria si la mayoría de las personas que conocemos no tuvieran gestos de humildad, si no hubiera gente con generosidad de corazón y capacidad para reconocer los valores de los demás sin importar su credo religioso o político, raza o condición social.
Si al arsenal de egoísmos se le suma la bomba ideológica cargada de odio, intereses perversos, mamipulación política e incapacidad para perdonar y pasar la página, tenemos el polvorín perfecto para el incendio social e incluso para una guerra civil, o un golpe de Estado, como ya vienen diciendo algunos analistas. Cuando menos, para aumentar y prolongar esta siniestra guerra de guerrillas, repitiendo así el ciclo del Frente Nacional y la creación de las Farc; y en los años 70 la aparición del M-19 con la cuestionada derrota de Rojas Pinilla. Siembra vientos y cosecharás tempestades.
Si hay algo recurrente, que no cambia y debería ser borrado de la agenda política, es la descalificación del otro. Como si no bastara el mérito propio, no hay declaración, mensaje o postura en la que nuestros políticos de todas las tendencias y matices, hagan o digan algo sin que pierdan la ocasión para señalarle al contrario sus miserias.
Es probable que sociedades como la nuestra, en la que nos cuesta mucho reconocer errores y enmendarlos, todavía estemos en esa trágica etapa de formación que vivieron hace 500 años los vikingos, hoy convertidos en modelo de sociedad, tal como ocurre con Noruega y Dinamarca, países donde la gente se aburre de solemnidad en medio de la paz, el desarrollo armónico y el bienestar social.
Cuando veo que Noruega (de donde salieron los bárbaros que invadieron Francia, Inglaterra y Roma) es hoy el país garante del Acuerdo de paz en Colombia, me aferro a la idea de Dietrich Schwanitz sobre la invariable ironía de la historia. Ellos lograron el cambio de verdad; nosotros no aprendemos de los que cambian. Es como si nos gustara sufrir.
A la incertidumbre del futuro que nos espera debemos agregar, muy a nuestro pesar, la ausencia de liderazgos transformadores, ya sea personales o institucionales, que nos llenen de confianza, generen optimismo y enseñen el camino que nos haga creer de verdad, que las crisis también traen oportunidades.
Si el establecimiento o regimen existente permite que la grandeza de colombia se manifieste naturalmente y fluya la verdadera democracia que a gritos a estado pidiendo el pueblo ahora mas consciente de sus derechos como ciudadanos instruidos por las redes sociales y que demuestra que la colombia de hoy no es la misma de la de hace 20, 30 o 40 años atras, podemos decir sin equivocarnos que si podemos llegar a vivir en un pais en paz logrando asi despues de mas de 200 años lo que ya hace muchisimos años lograron los paises escandinavos.