Vivimos en un tiempo donde muchas corrientes espirituales intentan responder a una inquietud común: ¿qué ocurre con nosotros después de la muerte? ¿Somos una chispa anónima destinada a reencarnar sin fin en un ciclo de nacimientos y purificaciones? ¿O somos seres únicos, creados con un rostro, una historia y un corazón irrepetible, llamados a la plenitud en el seno del Dios viviente?
Estas preguntas no son nuevas, pero sí urgentes. Hoy más que nunca, el hombre busca comprender si su existencia tiene un propósito más allá del dolor, si su vida personal será respetada incluso más allá de la tumba. Y ahí surge el contraste entre dos visiones fundamentales del destino humano: la reencarnación y la resurrección.
La lógica del karma, presente en las religiones reencarnacionistas, se basa en la compensación impersonal: si has obrado mal, deberás volver para corregirlo, y así sucesivamente, en un ciclo aparentemente interminable. En este esquema, el individuo no importa en sí mismo; su «yo» se disuelve poco a poco, como una gota en el océano cósmico. La identidad es provisional, y lo que se busca no es tanto una redención, sino una fusión con lo Absoluto, en el que la persona deja de ser ella misma.
El cristianismo, en cambio, se atreve a proponer algo radicalmente distinto: no somos un accidente, ni un cuerpo desechable, ni un alma transitoria. Somos personas, creadas a imagen y semejanza de un Dios que es amor. Un Dios que no nos suelta a la mecánica del cosmos, sino que nos llama por nuestro nombre y nos espera como Padre.
La fe cristiana no anuncia una reencarnación, sino una resurrección, que no es lo mismo que volver a vivir en este mundo. Cristo no volvió a la vida biológica que dejó en la cruz; entró en una Vida nueva, glorificada, fuera del alcance de la muerte, una Vida que promete también a quienes creen en Él. Como afirma san Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”. La resurrección no es una doctrina decorativa, es la columna vertebral del Evangelio.
Y es precisamente esta fe en la resurrección la que afirma la dignidad única e irrepetible de cada persona humana. No somos piezas intercambiables de un engranaje cósmico. En Cristo, Dios ha querido salvarnos personalmente, uno por uno, no disolvernos en una energía universal. Ha querido resucitarnos, no reciclarnos.
Mientras el karma es ley, la resurrección es don. Mientras el karma es castigo compensatorio, la resurrección es respuesta amorosa de un Dios que no soporta la muerte de sus hijos. Por eso, la Pascua no es solo un recuerdo del pasado: es la promesa viva de que nuestra historia no termina en la tumba, ni se diluye en el todo impersonal, sino que encuentra su plenitud en el abrazo del Padre.
Dios no nos da infinitas vidas, nos da una sola, pero con valor eterno. No somos producto de una cadena de errores que se corrigen, somos fruto del deseo de un Creador que nos ama hasta resucitarnos.
¿Quién soy? Soy único, irrepetible, amado hasta el extremo, llamado no a repetir ciclos de purificación, sino a ser recreado en la Vida plena del Resucitado. Esa es mi esperanza, y esa es mi dignidad.
Que esta certeza nos dé paz, nos despierte gratitud, y nos impulse a vivir esta vida, única e irrepetible, con la seriedad y la alegría de quienes saben que la muerte ha sido vencida, no por una ley cósmica, sino por el amor infinito del Dios que resucita.