Si Jesús resucitara hoy, en medio del caos global, de las redes sociales saturadas de odio, las guerras interminables, la indiferencia social y la codicia sin freno, su mensaje no sería uno nuevo, pero sí urgente.
No vendría con promesas religiosas ni con castigos apocalípticos. Vendría con una palabra sencilla, cargada de fuerza: Amor. Pero no un amor romántico ni etéreo, sino uno convertido en acción, justicia, compasión, transformación.
A la sociedad actual le recordaría que el ruido de la inmediatez no puede silenciar la voz de la conciencia.
Que el valor de una vida no se mide en número de seguidores ni en likes, sino en actos de humanidad.
Nos invitaría a bajarnos del tren de la prisa y a escuchar el silencio del alma, donde habita lo eterno.
A los gobernantes, les hablaría sin rodeos: “Han olvidado para qué fueron elegidos.”
Les exigiría honestidad, servicio genuino y justicia real.
Les recordaría que el poder sin amor, sin humanismo es tiranía, y que toda política sin ética es un camino hacia el abismo.
A los políticos, les preguntaría: “¿A quién están sirviendo?” Y los invitaría a dejar de manipular el miedo y el dolor del pueblo para fines egoístas.
Les hablaría del bien común, de la justicia social, del deber de construir puentes en lugar de muros, y de honrar la palabra dada como sagrada.
A las familias, les suplicaría: “Vuelvan a mirarse a los ojos.” Les hablaría del toque personal, del abrazo, del perdón como medicina, de la ternura como escudo, y de la necesidad de criar hijos con raíces fuertes y alas libres.
Les pediría dejar de competir entre sí y volver a ser refugio.
A los empresarios, los confrontaría con esta pregunta: “¿Qué clase de riqueza están acumulando?”
Les hablaría de salarios dignos, de sostenibilidad, de responsabilidad social más allá del marketing.
Les diría que toda empresa que no tenga un alma, está condenada a perderlo todo, a dilapidar su prestigio y su reputación.
A los jóvenes, los abrazaría. Les diría que su rebeldía es necesaria, pero que la revolución más grande es la del corazón.
Que el cambio no vendrá de algoritmos sino de decisiones valientes, y que creer en un mundo mejor no es ingenuidad, sino un acto de fe.
A los educadores, les recordaría su misión sagrada.
Que enseñar no es transmitir datos ni información, sino despertar conciencias y desarrollar el pensamiento crítico.
Que cada niño y cada joven es tierra fértil, esperando una semilla de esperanza y verdad.
A los medios de comunicación, les hablaría de difundir la verdad.
No la verdad parcial, editada o manipulada, sino la verdad liberadora. Les pediría que dejen de alimentar el morbo y comiencen a contar historias que sanen, inspiren y eleven.
A los pueblos en guerra, les gritaría “¡Basta ya!” Y extendería los brazos no para señalar culpables, sino para unir manos que nunca debieron estar separadas.
A todos y cada uno de nosotros, nos daría un mensaje simple pero profundo: “Resuciten.”
No de la muerte física, sino de esa muerte cotidiana que causa la indiferencia, la desesperanza, el egoísmo.
Nos diría que cada día es una oportunidad para renacer.
Que el verdadero milagro es transformar el odio en compasión, la herida en sabiduría, el pasado en lección.
Y si hoy Jesús resucitado pasara por nuestra ciudad no vendría con túnicas ni aureolas. Quizás tendría la piel curtida del campesino, la mirada cansada del migrante, o la dignidad silenciosa del que ha perdido todo menos la fe.
Y nos diría, con voz firme pero amorosa: “Tú también puedes resucitar. Hoy. Aquí. Ahora.”
Interesante reflexión llena de realidad y actualidad. El cambio empieza por uno mismo, es más fácil que yo cambie que hacer cambiar. Muchas gracias y un fuerte abrazo para su autor.
Mi apreciado Javier, que belleza de Oración, desafortunadamente no dicha por ningún sacerdote, ni siquiera el papa.
Mis reconocimientos.
Un abrazo.
Debe ser una reflexión permanente
Reflexiva columna