Por URIEL ESCOBAR BARRIOS, M.D.
En Colombia no podrá haber paz ni convivencia armónica y mucho menos desarrollo social con equidad, mientras miles de personas distribuidas en todo el territorio nacional no logren superar las terribles secuelas que dejan el asesinato de un ser querido, y mucho más, cuando estas ejecuciones han sido ordenadas por el propio Estado. La historia de Rubiela Manco, una mujer campesina que habita en zona rural de Dabeiba, un municipio localizado en el departamento de Antioquia, representa el dolor del pueblo colombiano. Dieciocho años después de los hechos, recuerda con horror cómo un 18 de mayo de 2002, un grupo de soldados pertenecientes a la Brigada XI entraron a su casa con el pretexto de estar persiguiendo a guerrilleros y asesinaron a golpes y con un tiro de gracia a su esposo y padre de sus tres hijos, Édison Lexánder Lezcano Hurtado. Este hecho brutal no termina allí. Ella tuvo que esperar todos esos años, signados por el dolor y la rabia, para que la Justicia Especial para la Paz (JEP), en 2020, le mostrara el sitio donde había sido enterrado su cónyuge.
El 12 de febrero de este año, mediante el Auto 033 del 2021, la misma JEP dio a conocer unas cifras escalofriantes que muestran de cuerpo entero la barbarie a que son sometidos miles de compatriotas: entre 2002 y 2008 fueron asesinadas, en circunstancias similares a las de Édison, 6402 personas que han sido reconocidas como falsos positivos (“muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes del Estado”). Este fenómeno, que según el tribunal especial se viene presentando desde hace por lo menos cuatro décadas, alcanzó su nivel máximo en estos últimos seis años: un 78% de todas las ejecuciones. Tal época aciaga de la historia de Colombia fue conocida como Seguridad Democrática, y para justificar dicho genocidio se expidió la Directiva Ministerial 029 del 2005, en la que se otorgaban recompensas económicas y permisos especiales a los integrantes de las Fuerzas Armadas que dieran “de baja en combate a terroristas”.
La gran mayoría de estas personas eran campesinos, que luego de ser abatidos, el Ejército los disfrazaba de guerrilleros para mostrar que habían sido dados de baja en combate. La Fiscalía le informó a la JEP que por estos hechos han sido procesados 5656 personas, de las cuales 3826 eran soldados; 992, suboficiales; 514, oficiales; y 133, civiles. El Estado colombiano, en cabeza de quienes lo dirigían en ese momento, se ha negado a reconocer la veracidad de estos sucesos. Un manto de dolor e impunidad arropa a nuestro país.